12
Espera , me digo. Sola en el autobús
camino al pueblo más inmediato para mi punto de partida. Sin más, un escalofrío
recorreré mi cuerpo y mi mente se fija en ese chico, en esa chica que dice ser
hijo de un tal Tragalunas. Lo siento, fatigado, desfallecido que a igual que yo
supongo que todavía anda en el viaje. Una palidez me llega con la sutilidad de un
velo que se cae. Sus ojos cerrados y un sudor con ganas de devolver lo
revuelve, le provoca un estado de pulso débil. Y no se el porqué de estos
pensamientos pero algo me dice que va bien. Tal vez la noticia halla caído
sobre el como la pesadez de la desgana, del desánimo, de un delirio de como
estará su padre. Lo siento mirar al mar, un mar que por un momento se vuelto
turbulento, tenebroso, con un oleaje indómito , hostigador en su dimensión. Y
ello , creo, que teme el hijo , la hija de Tragalunas. Solo, en esa guagua cual
chófer con la cabeza en otro lado escuchando como transita esta erupción inesperada.
Es como si de la tierra emergiera un látigo voluminoso, grotesco y lanzará
llamas de muerte. Y yo. Sí, yo, siento como si su vida se acabará, como si todo
lo hubiera perdido en su velatorio fuera conquistado por endemoniado filo de
una navaja de la muerte. No se como actuar, el frio se vuelve más frío mientras
subimos, el dolor se vuelve más dolor mientras el suceso continúa escuchándose.
Por mi columna corre un cosquilleo que toma función de punzadas. Mi corazón
exhala celeridad y parece que todo se para. El chofer se detiene y mira para mí,
la única en este vehículo. Hace señas de si me encuentro bien y yo asiento. Por
unos largos minutos, estático no baja la mirada de mi. Por unos largos minutos
su preocupación quita importancia al trayecto. Una tos casi letal se cuece en
la garganta del muchacho y la oigo y no comprendo que conexión existe entre
nosotros. Espera, me digo. Respiro profundamente, tanto, que por instante
pierdo conciencia de la realidad. Una realidad que no veo, que se me hace inverosímil.
El chofer sube más la radio, crepita una angustia , una huida del infierno. El
hijo de Tragalunas estará escuchando lo mismo y esa percepción hace que su dolencia
agujeree sus sentidos. Se ha desmayado. Lo veo, lo intuyo y su chófer continua.
Y yo tengo ganas de decirle al miro que se detenga, que tengo que ir de nuevo a
la estación. Pero espera, me digo. Esta visión que me daña, que me raja se
borra. Todo se congela. Todo se paraliza. Y decapitada de esos pensamientos
continuo. Después
de la oscuridad , la luz, una luz que hace que ella siga su rumbo por el centro
de la isla hasta la cumbre. El paisaje se vuelve verde, con una frondosidad
coronando sus ojos, lagrimosos. Los cambios del clima de la isla también se
perciben, aquí el invierno es más inquieto, es más consistente. Se pone un
abrigo. Mira el cielo, un cielo cenizo evocando una mezcla homogénea entre los
gases de la erupción y el tiempo. Espera , se dice. Intenta mantener la calma.
Y de un momento a otro el chofer de para de nuevo, un cierto y pequeño temblor
de la isla se nota. No hay miedo exagerado sino un estático desierto en sus ojos.
Frío, esa es la palabra correcta. Siente frío…mucho frío. El hijo de Tragalunas
permanece adormilado, cansado, temeroso de que su padre le halla ocurrido algo.
Fue noche de luna y de bien seguro a pesar de su avanzada edad salió en su
costumbre a pescar. Y ese no saber nada de él le inquieta, lo pone nervioso,
con un ataque de ansiedad en su interior que solo le apetece dormir y dormir
hasta llegar a su destino. Una respiración ralentizada la acusa, llega casi al
final de su camino. Se baja de la guagua y la humedad insufla sus pulmones. No
ve a nadie en las callejuelas de ese pueblo y una paz se adueña de ella. Y no
sabe por qué, una paz en medio de las catastróficas noticias. Su temple
refugiado en su pecho hace que de pasos, no sabe si habrá más transporte
habiendo pasado el egocentrismo de la tierra de forma más maligna hasta el
lugar de encuentro con el que le envió la carta. Saca su móvil y comprueba que
no tiene cobertura. Le da lo mismo, tal como están las cosas. El hijo de
tragalunas despierta en medio de una pesadilla, una pesadilla que hace que le
duela todos los huesos, cada movimiento que intenta dar hasta bajarse. El ciego
y su perro bajan también , el olfato le dice del terror en cada persona por lo
que está ocurriendo. Anda con su amigo, con su compañero por la ciudad callada,
embebida del terror de la isla cercana. Y ella. Sí, ella. Se pasea por todo el
pueblo mudo, solo, el ritmo de las noticias rompe el silencio, rompe la
entereza, rompe el revoltijo de los pájaros, de los perros, de los gatos que no
paran. Sí, no paran de gemir. Una sensación de desazón va adhiriéndose ha ella
a cada pisada que da, a cada exhalar de su aliento que en espiral navega a su
derredor. Y se siente caer y no porqué motivo, sus piernas comienzan a flaquear
a su encuentro de algún sitio que exista cobertura. Mientras pasa el tiempo, el
todo se vuelve insostenible, la nada es espejo que le azota y quiere
derrumbarla. Pero no, no caerá, no se verá involucrada en el pavor.
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