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Ya está aquí el autobús que me
llevará primero a un pueblo de las medianías y luego otra para llegar al lugar
de encuentro. Me despido de está estación donde la libertad murmulla en cada de
sus transeúntes y subo, lentamente, con mi mochila. Todavía la mañana nos
saluda, llegaré en unas horas a esa zona rural donde el frescor del invierno
imperará en mis pulmones. Me imagino respirar con mis manos, con mis piernas donde
las montañas explotan en maravilla. Oh, tierra madre, me digo. Somos hijos de
ella. Somos la profundidad de un canto de un pájaro que esta época y desganado
se curruca a sombra de un árbol. Oh, tierra madre, voy donde las noches son estrelladas
y entra en la confusión al ser invadidos por el cosmos en toda su plenitud, una
revolución de astros y polvo estelar que nos confunde, que nos tocar lo imperfecto
del universo. El chofer tiene la radio puesta, una noticia viene como aliento
rajado, como espasmos de una isla vecina que tiembla. Una erupción acaba de
estallar. Siento ese temblor de las entrañas de la tierra en mis huesos. El miedo,
la perdida y el duelo se hace volumen intransigente desesperando a esas gentes.
Gentes como yo. Escucho la noticia y parece irreal, nunca razonas que vives en
islas volcánicas y en cualquier momento el tremor es capaz de escupir un
volumen de magma de esos cráteres que parecen tumbas. Y no, no están muertos,
están sepultados en vida bajo nuestros pies. El volcán ha despertado, su lengua
bestial se nutrirá de toda obra humana. En mi mente se cincela cada mirada,
ojos desgarrados, ojos marchitos, ojos yermos cuando todo se pierde bajo el
paso lento de la lava. Todo ido, todo prendido en el adiós. Todo lo material
fundido en un mar de fuego y pena. Una ira recóndita y bruta se escapa de nuestro espíritu , la
impotencia aterra una despedida…una despedida de todo nuestra labor a lo largo de los años, de los siglos. Los pájaros
claman al llanto. Los perros recuren a un aullido indefinido, infinito a lo
largo de estas horas donde todo es huida, donde todo es grotesco y cruel. Me
contengo, el verdor de ese pueblo ahora es un absoluto negro humeante de
pesadez. Y es pesada esta pesadilla , de este delirio de la garganta de la
tierra. Se revuelca en sus gentes. Gentes que se sienten despechada por la isla….la
isla. Por un
momento el chofer se detiene, todos callamos, todos miramos a la nada. Se disculpa,
comenta que la noticia le ha sentado como una ráfaga turbulenta en sus huesos y
va a parar. Nunca creemos nada hasta cuando ocurre. Y ha ocurrido el Dios
terráqueo triunfa y arroja todo su mal. Un silencio contundente se infla en los
rostros de todos pasajeros, aterrados, cavilando en que puede llegar esta catástrofe
descomunal. Y ella, medita, piensa en ese insulto maléfico de la naturaleza y
por unos minutos su mirada se pierde tras los cristales de la guagua. Las
arboledas ya empiezan a asomarse, está ascendiendo y la temperatura va
decreciendo. Se fija en sus manos, sudorosas. El hijo de tragalunas, escucha la
noticia. Se siente calmo y el clamor de los gritos de los que sufren penetra en
su pecho. El chofer también se detiene de camino al aeropuerto. En un instante
todo se ha congelado, todo es mudez. El tráfico también se ha parado y estático
contemplan la gran nube de gases que transita en el cielo de la isla. Estamos
conectados, subterráneamente, allí donde el mundo abisal impera hay una unión que
nos produce un febril tremor. Este aberrante chillido que emerge de la tierra
nos hace paralizarnos y pensar. Pensar lo poco que somos y el significado de la
nada. De un vientre a la luz, de la luz a un vientre de cemento. Un hilo fino hace
llorar al perro guía, ellos también lo siente como manera precoz, una forma
temprana del movimiento del suelo no lejano. Lo pesado de la atmósfera los
consume en un sudor frío, en un sudor que extrae toda tentación de movimiento.
El chofer del autobús ha parado, escucha. Escucha un sórdido estremecimiento,
un repetitivo lamento que se extiende hasta esta isla…la isla más próxima.
Somos hijos del mismo origen, de la misma madre y la madre tierra enfada,
enfurecida, codiciosa nos avisa. Sí, nos avisa que somos tan frágiles como el
fino cristal. Y nos rompemos. Y caemos. Y nuestros deseos ansían que las vidas
sean salvadas. Adiós hogares, todo quedará bajo el fango de la faz de la
tierra. Ella, cierra los ojos, respira , un olor característico también se
incrusta en sus venas, en las paredes de su garganta, de sus pulmones. Lleva
sus manos a sus sienes, se hace un ligero masaje como si ello templara, calmara
el gran exhalar de la madre tierra. En vilo, todos, sentados, incrédulos ,
esperando que alguien realice alguna maniobra. Se levanta, se dirige al chofer.
Tenemos que continuar. Los ojos inexpresivos del conductor son desesperante, incompresibles.
Arrancan motores. Apaga la radio y continua en un ambiente temeroso, que lo
presta a la confusión. Se concentra, lleva personas en su vehículos, todos
hinchados de estupefacción, todos asombrados, todos con el incómodo mutismo,
con sus palabras reservada en el transcurso del viaje.. Un vértigo se huele
cuando los barrancos pasan al lado. Un vértigo que hace que muchos se bajen. No
quieren ir al lugar que deben ir, por el que han pagado. Y ese pensamiento
negativo los invade como aguijones ardientes de abandono de la guagua. Pero
ella se queda, sola, con sorpresa para el chofer que no sabe que hacer. Pero
tragalunas se queda, solo, sola, con asombro para el chofer que tampoco sabe
que hacer. Y el ciego con el gemido de su perro guía también se queda. Tres
almas solitarias, intentándose equilibrarse, intentado espabilar ante la
magnitud de la noticia. Se dejan ir en su ruta y esperaran a lo que posterior suceda.
Almas conectadas con sus potencias enraizadas desde muy adentro, sin ese temor de
la traición de los días, de las horas, de los minutos venideros.
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