Un sol irradia el camino. La
brisa es tacto en su prieto abrazo. Levanta el alma, un alma en la sonoridad
del callar. Evolucionamos a ser astros de la memoria perdida. Los campos verdes
se lían al andar por nuestras carnes deshabitadas. Buscamos ese oasis donde
columpiar los sentidos y nos abatimos en espejos donde dicen la pesadez de las
estaciones, de esos años mezcolanza del olvido. Y nos damos cuenta que tenemos
que despertar, desparramar toda esa pobreza que nos aquieta, que nos hace
estático aliento al despertar cuando el crepúsculo de aves pacificas son
concierto de un pellizco de alegría. Y despertamos, aquí, en este lugar donde
los calderones siguen su ruta, donde el invierno se hace primavera, donde los
ojos son faros al encuentro de la bienvenida de nuestros deseos. Una anciana camina
por las calles, harapienta. Una mujer hinchada en un vino que la pudre, que la
asesina para el alcance de la verticalidad. Su rostro cae a las aceras
podridas, donde el sonoro canto del desánimo baila con el adiós. Un perro pasea
a su dueño, sus ladridos son enfoque de una felicidad a la vez que un taxista
consume las historias de las gentes que suben, así como si fueran a su médico.
Aquí, el alma levanta, un alma en la sonoridad del callar. Supera ese largo
sueño y se sienta en su realidad, una realidad que lo aboga a ser desheredado
de la conversación. Sola, atraviesa las mareas, los riscos, se sienta bajo un
drago y comienza su avistar de las sensaciones que le ambulan por sus arterias.
Y se vuelve a levantar, un alma en la sonoridad del callar. Olisquea el
horizonte, mira ese verde sol que asciende hasta la manía de la esperanza. Si,
la manía de la esperanza. Una esperanza que se vuelve consejera de cada uno de
sus actos, de cada uno de sus pensamientos. Y el verde sol ahí, viviendo entre
un amasijo de materia interestelar, observando cada respirar que se enciende en
esta cultura. Una mujer , no pude más,
el alcohol asesta sobre ella y ahí en el letargo y fatigo se convierte parte de
la calle. Y el perro que pasea su dueño, vuelve bajo su techo, con la sonrisa
de un niño. El taxista deja su servicio, para presentarse en otro donde la charla
se hará en un mínimo espacio de tiempo. Y los otros en lo pequeño de isla esfera
somos desamparados de un cosmos misterioso, desconocido. Una turbulencia ciega
del verde sol nos llega y levantamos, es invierno, auroras boreales en pleno
océano. Y otra ve aquí, donde la
sonoridad de la soledad nos alcanza, nos habla, nos entiende. Y seguimos ese
camino que irradia el sol e intentamos abrazar a la brisa y dejamos que las
aves canten, salten ya que en su brío está ese placer de los pequeños instantes.
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