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Parece
que el amanecer quiere llegar, un cielo malva anaranjado fuerte me seduce. Miro
ese sol que dice de una nueva jornada donde mis alas caídas se afirman a esta subsistencia.
Somos hijos de las armas, hermanos consagrados al daño. No sonrías…no sonrías y
tu entereza será codiciada por el exterminio. En esta distancia me pienso y
medito donde estarán mis seres queridos. Ya no existen corpóreamente, habitan
el olvido de este estado material y su luz brilla en un rincón de mi alma, en una
apartada extensión del universo. Sus energías se perseveran en mi condición,
busco sus miradas, sus alientos, su olor y los encuentro. Ahora, en este instante
donde el crepúsculo de la mañana me observa, me examina, me vigila en cada uno
de mis movimientos sutiles, humildes. Somos eso, polvo de estrellas y por allá seremos
tripulantes en la desconocida oscuridad del espacio. Y aun así, me doy cuenta
que están conmigo. Esta fortaleza, este ser de mi verticalidad, esta espera
hasta que las armas callen, hasta que el hambre acabe. Admiro este despertar
del día, un halito de brisa penetra en mis miembros, estoy fría, la humedad de
la noche cala mis huesos y me cuesta moverme, levantarme. Y aun así, me yerto ,
me embarco en mis pisadas latentes de seguridad hasta la cueva. Una cueva
enredada de maleza, difícil de encontrar, segura. Siento la caricia de mis
abuelos. Siento esa sopa de pollo embriagando el cariño esmerado de sus manos.
Las manos de mis abuelos, manos trabajadoras, hacendosas en el amor. Pero están
aquí, logro tomar una visión que hace que vengan a mí y me acaricien y me besen
mientras el brío de una hoguera a la luz de este nuevo día me calienta. El crujir
de la leña recogida es un ruido que me alimenta, que me acuna en cada una de
las vivencias del ayer. Ven mi niña, nieta mía, ven donde los vientos soplan
donde el amor solo tiene cabida. Ven mi niña, nieta mía, nunca para mí crecerás
y serás esa niña de mis ojos, de cada deseo que ampare mis sueños. Está
caliente la sopa, ten cuidado. Y su mirada con la picaresca de la felicidad me
nutre, me da un potente brebaje que sacude todos mis nervios en la entereza. Donde
estarán , intento cogerlos, pero el humo de esta hoguera danza con la ida. El
viento…el viento arrastra sus aromas hasta la nada. Complacida me quedo estática
y soy feliz, cuando los traigo hacia mi en mi razón. Parece verlos aquí,
corriendo , brincando a medida que esta hoguera crepita. Vienen y se van…lejos,
muy lejos. Un sendero de rosas doradas me cubre, me protege y soy hija de cada
secuencia enervada por ellos. Y vienen y van…lejos , muy lejos. Oh, qué bello.
Oh, los adoro. Oh, que visión más perfecta de la ternura de una niña con quien
la ama. Mis manos, mi cuerpo, rodean esta pequeña hoguera, su tibieza atempera
mis sentidos y me siento elevar donde los pájaros cantan. Y, cantan los pájaros,
por un dimito tiempo. Luego callan y la realidad se embiste contra mi ser. Hijos
de las armas, hermanos conclusos en el mal. No todos…no todos. Esta hoguera
parece apagarse y la avivo. Avivar en el esmero de la vida. De esta vida donde
la dualidad planea a ras de nuestros sentimientos. Un sendero de rosas doradas
me cubre, me protege y percibo el andar inesperado de ellos hacía mí. Oh, mi
niña. Porque eres una niña y siempre los serás en los ojos innatos de este amor
que te tenemos. Superviviente de naufragios, de la ira incontenida de la
venganza. Si, somos hijos de las armas. No todos…no todos.
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