Despacio. Los pasillos se enraízan en
la noche y a media luz los pasos se vuelven eco del silencio, de las paredes a
lo largo de su longitud. Sola. En medio de las sombras de los enfermos. Sola en
medio en las sombras de la muerte. Llevo su cuerpo envuelto en sudario,
envuelto en una sábana, en una camilla destartalada que chirria en el temblor
de su movimiento. Aprieto el botón del ascensor. Mi vida, intacta, despierta,
acongojada ante una masa corpórea inmóvil, fría, con su nombre pegado en su
pecho. No sabemos de donde vino. No sabemos quien es. Solo un trágico registro
de las mareas que lo encerraron en la UMI y allí vino después de un esfuerzo
vital la nada. La nada de su cuerpo, el desprendimiento de su alma que ahora
siento excavar mi frente, sudorosa. Salgo del ascensor, me aproximo al tanatorio
en la primera planta y allí un compañero me espera. Abre la puerta. Entramos con
el cadáver en esa mesa que chirria , que tiembla a cada avance. Ser anónimo del
oleaje. De la huida al encuentro del paraíso, la muerte. No pudo ser querido
desconocido. Aquí estamos ahora, frente a una cámara, una nevera que velará tus
ojos rotos, tus piernas destrozadas, tus manos cruzadas a la espera de llamarte
de alguna manera, de adivinar de donde vienes, quien eres. Dejamos el cuerpo en
el frío de la noche, de una nevera. Se cierra la puerta, un gélido aire recorre
mi cuello y siento sed. Retorno con el mismo recorrido hasta mi puesta, una
planta cualquiera de este hospital donde la isla suspira, donde el aliento se
adentra pálido. Ya estoy en la UMI y un haz de gentes desconocidas en sus boxes
luchan, se lucha por la supervivencia. Son las tres de la mañana. Sin más el sueño se
agolpa tras de mí, me siento y mis párpados caen donde el callar conversa con
la amargura del sabor de mi boca. Tengo sed…mucha sed. A cada momento un
monitor grita, todos miramos, todos nos levantamos y cuando todo se normaliza
volvemos a nuestro sitio. Yo en mi sillón, mis párpados caen y caen hasta un duermevela,
con el frío de un invierno que retuerce mis hombros. Un auxiliar de enfermería
me acerca una almohada, una sábana blanca con el nombre del hospital. Sabanas idénticas
a ese ser anónimos de los sueños perdidos en un océano mentiroso, donde se ha
desbrozado cada ilusión en una mortaja. Caen mis párpados, incómoda me dejo
relajar, se apagan las luces. Cuando me doy cuenta son las cuatro, me levanto,
todo calmo. Salgo de la UMI, bajo por esas columnas de una noche desolada y me
fumo un cigarro con la prisa, con la ansiedad de que algo puede suceder, con
esta alarma cotidiana. Despacio entro, es hora de se hacer los cambios entre un
amasijo de cables y monitores. Y como equipo humano y en su protocolo lo
hacemos, lento, despacio al ritmo de quien sufre la desgana de la vida.
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