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Mis hombros se
hacen pesados. Estoy extasiada en la firme pisada del vacío. Me anquiloso en
los sueños, esos deseos vanos pincelando mis sienes y caigo, abatida, a ras de
estridentes ortigas dando un vuelco a mi corazón…a mi corazón. Dejo que la
música se case conmigo, atrapada en la amplitud de su esencia hasta llegar al
adormilamiento de mis ojos. Mis sentidos, atentos, me observan, me examinan,
calan hasta mi estomago donde mariposas sin alas se mueve en acecho de una
hoguera que me consuma en las ganas. Sí, en las ganas de seguir empujando, de
seguir cargando todo este angosto sendero hasta el brío de mis ojos. Cierta
distancia, cierto acongojar, cierta frialdad me muele, pero el ánimo me levanta
y soy viento con aliento a esperanzas. Hoy cuando paseaba con kena e visto
gallinas muertas en el jardín, este jardín callado y a la vez bullicioso donde
los pájaros cantan. Su fetidez era repugnante y mi razón desvaría en este culto
a los espíritus donde hay que sacrificar a los vivos. No este el jardín perdido
de las manzanas de oro. De esos atlantes que cantaban con los cetáceos al ritmo
de la paz, de la grandeza. Y no me quejo, es desagradable estos ritos cada día
más presentes en este archipiélago, en estas islas abandonadas por gentes mediocres.
Gentes cuyo sino es la maldad, las creencias falsas. Y me asombra y dejo que mi
memoria del ahora borre estos acontecimientos crueles, de falsos pensamientos de
estos analfabetos. Temblor. Tiemblo no más que pensar que vamos a la deriva aun
en este siglo. Me retiro de estos credos, de estos sacrificios y miro las
religiones como una búsqueda del porqué, como un auxilio para aquellos que no
encuentran su lugar en a la vida, como un perdón a todo lo nefasto, atentado y
terror que podemos sembrar. Mis hombros se hacen pesados, avisto esta jornada
en la plenitud de unas islas adoradas por un invierno cálido. Me extraña. Me
deleita y a la vez me preocupa. El rugir de tanta tranquilidad mientras en
otros lares se matan entre sí, corretea los verdugos de este mundo en tierras inhóspitas
de la armonía de las culturas. Mis hombros se hacen pesados, aglutino cada pose
de mis cavilaciones a manera global y el desencanto y la debilidad cuecen mis
espaldas, mi vientre. Somos hijos de las mareas. Somos hijos del viento. Somos hijos
de la lluvia. Somos hijos de esta tierra que nos vio nacer, que nos dio de su
pecho y ahora caemos en decadencia. Sí, la decadencia humana. Mis hombros se
hacen pesados, me siento. Mi derredor está compuesto por un jardín perdido en las
inmediaciones de lo sobrenatural. Nuestra naturaleza no sabemos de donde
procede, de que manifestación nos hemos creado. Sea lo que sea hemos inferido
en el mal, en una razón declinante, denigrante, devastadoras a todo lo que nos
rodea, nos ampara, nos acoge y mis hombros se hacen pesados, trepidantes
escalan hasta el sol. Ese sol que anuncia lluvias y el invierno viene, lento
pero viene. Viene a su modo, aquí donde hace tiempo los atlantes pisaron estas
islas.
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