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Kena ladra a
este resto de luna. Parece perdida a igual que yo cuando en la madrugada antes
del crepúsculo damos un paseo. Y me gusta esas horas, el desierto de la urbe
ronda por mí. De los jardines los pájaros trinan, a estas horas de la
madrugada. Son las cinco y el fragor de esta masa de floresta invade todas mis
entrañas. Caigo en la levedad, soy leve como el vuelo de algún mirlo que se
cruza en mis pisadas. La brisa ha dejado de respirar y siento calor, el invierno
se vuelve invertido, lejano, es como si estuviéramos en pleno recital de una
primavera. No para muchos. Un taxi pasa, deja a una muchacha, joven, se va. Mi
cerebro se revuelca en esas niñas que son casadas desde la infancia en este
mundo. Si este mundo deteriorado, anclado en costumbres pasadas que remueve los
sentidos. Me abato y a ras de un acuario las veo partir al sufrimiento, al
lamento, al dolor, a la tragedia. Son no más que niñas cuyas raíces son enjambre
de una sociedad patriarcal e injusta. Las siento, escucho el sollozo de unos
jazmines con su olor empalagoso atravesando mi pecho. Y hay que estar en la
situación. Una situación incómoda, anómala, mortífera para quien la parece.
Desgarrada de sus orígenes. Desgarradas de su inocencia. Desgarradas de su
verticalidad en estaciones venideras. Kena ladra a este resto de luna. Y la
miro. Y la absorbo. Y la lamo como si ella me pudiera salvar de estos
pensamientos. Y caigo y me enraíce que la queja mía no vale, no vale la pena. Vivimos
en una sociedad en la borramos, en la que censuramos todo mal fuera de nuestras
fronteras. Y que son las fronteras, una línea continuar e imaginaria de nuestra
forma de hacer. Una navajilla, una obsesión de que no sientan y la sangre y la
enfermedad y la muerte, para algunas. Me nublo en esa entrega donde los ojos de
ellas miran el suelo, miran el miedo. Me nublo la mirada de la viciosa, deseosa
de poseer la ternura de la niñez. Esto es una violación, una menor. Ella no
sabe. Ella ignora. El sabe. El entiende. Se la lleva y después la destrucción
de su sentidos, de su existencia. Intento quitar estas imágenes de mi mente
como tantas otras de este desgraciado mundo. Miro a kena . Miro a la luna
difusa. Miro los jardines esbozando el ajetreo de los pájaros de la madrugada. Y
me despisto, kena ladra a la luna. Gracias le digo, me observa con su flamante
rabo meneándose, continuamos por las aceras deshabitadas. Solo los jardines, coches
callados , farolas haciendo de mi sombra un puente al abismo. Quiero distraerme.
Me gustaría ser indiferente, no puedo. Y no es feminismo, pero, el hombre es
una masa dañina en muchos frentes de culturas convencidos de su poder, de una
verdad de conveniencia empecinada en ultrajar a la mujer, a la niña. Velos
sonoros abogando por este planeta. Sí, este punto en el cosmos. No somos nada y
a l vez grandes. Un vértigo me produce nauseas, escupo. La niña vuelve a mi,
kena tira. La niña vuelve a mí. Amenazada, asesinada con ojos blancos buscando
la tumba de sus difuntas, de otras. Kena la luna ya no está, le digo. Volvamos al
piso. El móvil suena , son las cinco de la mañana de un mes de noviembre y el
frío no acecha. Una masa de polvo impacta en mis bronquios. Respiro, cierro la
puerta y voy a la ducha, Velos apaleando la sensatez, la verdad. El callar es
la salvación. La resignación es la salvación. La impotencia es la salvación.
Una esquina. Una casa destartalada y el llanto. Ella llora.
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