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Llego. Todavía
todo está oscuro. Una luna menguante se divisa en el silencio de las horas, en este
hospital que parece que aun no ha despertado. UMI , todas las luces parecen
apagadas, el personal latente , atento sentado con sábanas del agotamiento. Los
monitores vigorosos anuncian alguna caída de cada uno los que componen los boxes.
Están todos llenos, tanto en neurotrauma, en respi, en cardio e intermedia. Voy
de módulo a módulo, voy de box a box. Cuerpos hinchados donde la respiración asistida
desembocará a la recuperación o a la desgana por la vida. Cuerpos obsoletos
donde el sentido de la hegemonía de la existencia se ha vuelto avara. Una
guadaña quiere llevárselos mientras el personal y el subconsciente son eternos
luchadores. Pero no todos, hay quien impera en el desanimo de seguir
resistiendo a la muerte. No me he presentado, soy celadora de un hospital con
proyección directa en atender enfermos. Sí, tan simple, somos simples. Solo, apoyo
en la necesidad de movilizarlos, de cubrir aquellos aspectos en el auxilio de
las enfermeras. Me pongo el EPI y entramos en un box por aislamiento aéreo. Un
cuerpo inflado requiere cambio de postura, asentarlo en la mejoría de su
resurgir entre las brumas plomizas. Un cuerpo que no ayuda, acordonado a la
vida con tubos y sensores que nos dicen de su evolución. Termino, en el sudor del
esfuerzo y el EPI, salgo. Mis pensamientos me erigen en círculos de si vale la
pena. En este módulo, hay un trasplantado de pulmón. Lo continuo con los ojos y
me asiento en su restaurar. Su mirada se ve esperanzadora y a la vez temerosa
de que tal vez no. Ponemos un halito de fe y el cavilar se vuelve para que
salga y saldrá. Las horas no cuentan, las horas arrastran los malos ratos del
ayer, de ese pasado que puede ser ahora. Me siento, en alerta, con los sentidos
en la verticalidad de cada llamada, de cada ayuda que pueda ofrecer. El
minutero pasa, son doce horas en las que puede pasar cualquier cosa. La muerte
y la vida se aúnan, se tiran una a otra. Se pelean sin mediar palabra solo el
pitido de esas pantallas. Voy a farmacia, entro, me encuentro con otros compañeros
y nos saludamos. Recojo la medicación y la subo con la rapidez de un estado
crítico. Llego, una señora lamenta a gritos el adiós, una señora rota por los
delitos de la vida y no aceptar la muerte. Su hijo va a ser desconectado, no
hay vuelta atrás, no hay remedio. Temblor. Pánico. Gritos. La UMI se vuelve tinieblas
ante tanto silencio, ante tanto llanto y dolor. El tiempo pasa, son las seis de
la tarde, de una tarde nefasta para unos, de una tarde neutra para otros. El
tiempo pasa, son las seis de la tarde, un halo de mortandad y sudario se
revuelca en el módulo, pero a la vez un resonar de supervivencia, de una expectativa
cargada de energía positiva para restos de cuerpos inflados que flotan en cada
box, en cada cama. Miro el reloj, la señora ya se ha ido ahora solo espera la
tumba de ese individuo que no pudo más. Lo aceptamos, meditamos cada uno en sus
adentros, en esa reconditez sonora para los demás. Nos despedimos y los
minutos, los segundos, las horas cumple las ocho, las ocho de la tarde noche.
Me voy, regreso a mi casa, me ducho. El sabor descaradamente acre de la jornada
me encierra en cuestiones, la vida. Aprovechar el momento, ese instante eterno
que puede ser pisoteado en menos de que te los esperas. Peleamos por el todo y
el todo es la nada. La nada cuando cuerpo no responde, cuando nuestros sentidos
son latidos de féretros aterrizando bajo tierra. Y digo no vale la pena. Sí, no
vale la pena ser engullidos por los desgarrar los senderos de los demás. Ya la
vida nos dará esa cuna donde se mece la muerte sin importar de quien eres.
Somos polvos de estrellas y a ello nos convertiremos. No más. Cada civilización,
cada imperio mira la muerte de manera distinta y es algo natural, está
integrado a nosotros. No más. Sí, no vale la pena. Para que discutir, es mejor callar
todos pertenecemos al mismo agujero, a mismo nicho sea anónimo o no. Para que
esas rencillas del ayer. Seamos viento de nuestro ascenso en las vías de la
paz, de la fraternidad. No de murallones de espinas donde el eco del quejido se
hace perpetuo. No, no vale la pena.
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