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Porque tengo ganas.
Porque lo necesito. Me acuesto en esa cama donde los sueños barruntan mi
mañana, mi ayer. Leo una pieza de Virginia Wolf y en su homogéneo relato me
hundo en las profundidades de la nada. Son las once de la mañana y me acecha un
levitar por los caminos de las ilusiones desvanecidas o no. Mi subconsciente se
limita al infinito de una percepción donde la mente elabora los deseos
prohibidos. Ahí está, en mis sueños, con sus inhospitables labios surcando mi
cuello, frágil. Y no conozco este amor que atraviesa mis ojos con ojos de
gaviotas arrimadas al amanecer. Sin embargo, suave, sutil, me estremezco y
despierto. Mi mirada fija en el techo, un techo blanco, como el del hospital. Busco
en mi memoria ese sueño y lo encuentro, se hace patente en escenas coherentes
en mi razón y un presentimiento me dice que he de esperar. Una espera
prolongada de estación en estación hasta que la musicalidad de sus sentidos
resuene en mis venas, en mis arterias, en mi corazón de manera real. Y me
conformo, cierro los ojos y deseo entregarme un poquito más a este sueño, a
este deliberado acto de soñar y sueño. Sueño una playa, una playa vacía con mis
alas cansadas, con mis hombros mirando al horizonte, con mi espalda mojada como
rompen las olas cuando llegan a la orilla, suaves, calmas. Yo sentada en la
orilla dejando que juegue la espuma de su acto final con mis piel, con mis glúteos.
Sueño una playa, una playa de esta isla
que me acordona, que me ata, que me exige ser corriente de su sonoro canto
acorde a las jornadas. Cetáceos bailan frente mi, unísonos en sus saltos hasta
perderse en el horizonte, tras la barra. La marea esta baja y me levanto, y me
entrego a este mar de alga y caracolas con el ronroneo de las olillas, con el
rumor de las gaviotas. Nado, hasta la barra y ahí, me siento otra vez, un
descanso, un deseo y de nuevo las ballenas brincan en su danza equilibrada,
ahora más cerca. Para mi es grato, una satisfacción que a muchos le gustaría atrapar
en esos instantes. Regreso a la orilla. Camino por ella, el temblor del
invierno cala mis carnes, me seco, me visto. De un momento a otro instante
alguien camina hacia mí. Es una figura conocida, busco y busco en mi cerebro,
pero no hallo quien es, es como si el olvido escociera mi razón y un miedo, un
temor me acribilla, me bombardea en ese futuro que vendrá. No , no quiero ser
olvido, quiero la seguridad de mis pasos en cada invierno venidero, en cada mano
que acoge mi mano, en cada aliento que
evoca la existencia. Despierto, ahora sudorosa, de malhumor y me recreo en la
delicia del sueño anterior, ahí está. Mi mirada fija en techo blanco, como el
del hospital. Me relajo y con la vertical de las luces de la mañana me incorporo,
voy al baño. Abro el grifo y dejo el agua correr mientras mis ojeras se asoman
en el espejo, frente a mí. Corre el agua, la malgasto de forma provocada. Y que
será de aquellos que no la poseen. Y que serán de las guerras por este humilde líquido,
cristalino, simple pero benefactor de muchas vidas, de muchas batallas
inconclusas. Qué será de esas poblaciones donde su escasez, donde su precariedad,
donde la miseria los aboga a la muerte, a una lucha infinita por la sequedad,
por la sed, por el hambre de sus vientres, de sus ideas. Me parece algo
impensable y es tan verdadero, que haríamos sin ella, sin el agua. Corre el
agua, el agua de la vida. Despierto, cierro el grifo y me quedo con ese sueño
donde sus frágiles labios rozan mi cuello, una súbita emoción simpatiza conmigo
y con ojos alegres hago de mi rutina una danza de siemprevivas.
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