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Recorro pasillos.
Ahora es tiempo de despedirse del trabajo, de la labor donde las manos mecen
las vidas. Entro en el vestuario, no hay nadie. Me ducho con la rapidez del
agotamiento y me marcho. De pie, con mis espaldas cansadas, retorno a casa.
Paso primero por una churrería y dejo que la brisa fresca recoja mi rostro, mi cabello,
se incruste en mis ojos rayados por el sueño hasta abrir la puerta. Allí me
recibe kena, mi perrita, la única. Todo lo demás son conversaciones vacías con
las paredes de esta casa. Bajo mi techo enciendo la tele, para sentir algo, para
que me transmita algo de calor. Mi mente, transita en la noche, transita en la
madrugada, transita hasta que los primeros rayos solares dan lumbre para acabar
con mi labor en el hospital. Mis errores, mis aciertos y toda esa esfera donde
la enfermedad se balancea hasta caer en la supervivencia o no. Todo es
relativo, todo trae consigo un mapa de secuelas que las sufre quien adolece. Me
asomo al balcón, bajo el un jardín, un jardín que da a un horizonte donde el
océano es infinito, es como una eternidad. Sí, esa eternidad que deseamos y que
aun no es posible. Y para qué la eternidad, me pregunto, llegar con la entereza
de nuestros huesos, llegar con la memoria intacta, llegar con la verticalidad
de nuestro ánimo. Sí, así vale la pena. Y pienso asomada en el balcón viendo el
despertar de la ciudad, que de otra manera no vale la pena. El sufrimiento, la
ansiedad, el desafía de que, si seré autosuficiente o solo un ser con alas de
mariposas, frágil…frágil, agonizando. Respiro este crepúsculo y mis ojos se
eclipsa por un instante, un instante donde por mi mente pasa toda la noche
anterior. Y me quedo así, pensativa, rebuscando los fallos y los aciertos.
Aquí, en esta casa con mi soledad y Kena. Pero ahora basta, si basta, me concentro
en este océano que rodea la isla. Se ven otras y dicen que cuando se divisan
otras es síntoma de lluvia. Una lluvia que vendrá y empara cada acera, cada
esencia que se precipite a la calle. Estamos en invierno, el invierno de la
isla sobrevuela cuando enero se aferra a febrero, asomándose una brizna de
gelidez que evoca esta estación. Doy marcha atrás y entro en la cocina, los
churros, un café, un cigarro y el propósito de mi soledad. Una soledad solo
rota por Kena. Ella me mira con sus ojos de negros tiernos, meneando su rabo,
como diciendo donde has estados. La acaricio y ella como cómplice de mis
sensaciones se acuesta en el suelo. Me persigue a todos los encuentros con cada
una de las habitaciones que conforman este piso. Tendría que acostarme,
descansar pero, no puedo. Quiero saborear de este día como si fuera el último,
como si fuera el primero. Me calzó las playeras para correr, me estiro, me desvisto
y visto con mi ropa de footing y allí voy. Salgo, aun las calles calladas y
aprovecho para ser asfalto de mis piernas. Siento . Sí, siento el despertar de
mi emociones, de mi ánimo y avanzo. Una ligera lluvia empieza a caer y mi
cuerpo se vuelve húmedo con mis pies mojados. Continuo, el vibrar de los
desiertos cubren mis hombros y sigo…sigo hasta encontrarme de nuevo con la
puerta de mi casa. Me descalzo, entro, me ducho , me tomo otro café y continuo
en las espirales de la existencia. Sentada, frente a un ordenador cruzo el
charco de las noticias, nada me sorprende. Se puede distinguir en un solo ser
humano todo el mal, todo el planeta de este mundo…de este diminuto Mundo amparado
por los barrotes de persistir y
continuará aunque lo vayamos despedazando a cachitos en cada acto ignorante o
no de su dolor.
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