La ola venia y tragalunas en la
noche estrellada la recogía en su cesta de mimbre. Ahí, quedaban aquello que
sería su salvación en el transcurso de las noches, de los días. Miraba aquellos
peces como amantes de su vida y una cierta y concienzuda lástima se clavaba en
su vientre. La ola se iba y Tragalunas arrojaba los peses a esa marea repetitiva.
Pensativo, con la tranquilidad de que seguirían viviendo en su mundo. Un mundo
hospedado por el misterio y el resonar de las olas. Sabía, Tragalunas, que no
comería cuando amaneciera, que no iría al mercado a vender sus presas, pero era
feliz. Sí, con una felicidad que exaltaba sus sentidos. Tragalunas, contemplativo,
miraba el universo y sabía que algún día sus amigos los peces se lo
agradecerían. Caminó por la orilla admirando el faro de la isla, el sonido de
los barcos que venían y se iban y una inspiración lo hizo vagar todo el
nocturno hasta que los primeros rayos solares incidieran en sus ojos, en sus
ojos claros. Y no lo acompañaba la tristeza, estaba solo, sin la sonoridad de
una llamada, de un saludo , consumido en su felicidad y así se sentía grande,
se sentía bello. La ola venía y Tragalunas , cansado, quiso sentarse. Fue a esa
bar de la rutina y le sirvieron un café gratis. Fue a esa floristería de su
paso y le regalaron una rosa blanca. Fue a ese parque no lejos de la playa
donde el realizaba su faena y bebió de su fuente. Inmediatamente mariposas se
posaron sobre sus hombros, sus hombros felices. Tragalunas en ese instante sintió
que no era parte de este mundo, de esta atmósfera, de ese vientecillo que
silbaba flojo. Tragalunas comprendió que otros lo esperaban, más allá de los
astros, de estas tierras, donde la ola venía y se iba.
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