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El
camarero vigilante se ausenta. Y ahora que las luces de este nuevo día vienen voy
a mi camarote. No tengo ganas de desayunar, solo, ser manantial de mis
pensamientos. Me tumbo en la cama mientras el viaje avanza y con los ojos
cerrados medito. Mi vida gira alrededor de una hoguera donde se queman todos
los malos ratos, todo ese ayer que considero irrecuperable. No vale la pena. Sí,
no vale la pena cabalgar con maletas llena de pesares, de esa gente que solo
agrietaban cada paso que dabas. Y yo como el camarero me ausento y soy
reminiscencia que aborta todo el pasado. Cenizas se esparcen a mi derredor y me
da igual. El desinterés aumenta a medida que sigo aquí acostada. Por un instante
de tiempo indeterminado mi cuerpo da un brinco, no sé por qué este salto y abro
los ojos. Me sujeto a esta cama y en un espacio de segundos me levanto. Estoy
sudando. Me miro al espejo, es espejo que da a la ventana de esta pequeña habitación
que danza con las mareas. Y es como si me energía se encendiera, como si hubiera
realizado una limpieza hasta llegar a mí. Poseo un buen aspecto. Una presencia
con ganas de avanzar en este mar azul. Y tocan mi puerta, digo que no necesito
nada. Los pasos del camarero tan servil se pierden en mis oídos. No, no lo
necesito. No me gusta que sean tan pesados conmigo. Elijo ser postura en
vertical de mis acciones. Así estoy cómoda, libre. Libre de cualquier soga que
me impongan a mis sensaciones, a mis deseos. Y es que no vale la pena, ese
rigor de la educación más aguda, desmesurada. Prefiero andar en los silbidos de
mis ganas. El sol se levanta en mis ojos. Una cierta apetencia de estar observándolo
me anima, aunque llegue a la ceguera. Y no vale la pena seguir por esos caminos
que dan azotes al espíritu. Solo, ser eco del verdor de los sueños. Sí, mis
sueños. Aquí están, en este interior absolutamente distante de cualquier falta.
Y si cometo algún error sus consecuencias solo toma mi existencia. Como ser
humana, la capacidad de errar es sombra que no da luz después, todo depende.
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