21
Estoy
de rodillas frente al espejo, se ha ido. Una ventolera tira de mí. Me levanto y
me miro. Observo mi equipaje, pequeño. Solo lo necesario, lo rutinario para el
viaje. Lo demás no lo quiero. Es como un exorcismo de objetos que no significan
nada. Cierro la puerta y dejo la llave en el buzón para la casera. Con mochila
en la espalda me dirijo a la estación. En esta bipolaridad del invierno hoy
acaece un sol magnífico pero chillón. Lo agradezco, mis manos heladas, mis píes
sin rumbo, mis espaldas agotadas. Llevo el peso de los años en soledad, llevo
el amor por mi hijo, llevo la levedad de las aves que emigran lejos ….muy
lejos. Me despido del oleaje, de las gentes que me ven todos los días pasar.
Espero el tren…un tren vestido de negro, un tren oxidado donde seré pasajera de
lo desconocido o lo conocido. Y después de estos años todo seguirá igual. Se
nota que el invierno, no hay nadie en la estación, en la sala de espera. Siento
que se acerca mi tren y me yerto hasta el andén. Subo con la congoja de la
incertidumbre, con desvelados sueños que me llevaran a mi origen. Lentamente se
pone en marcha, las vías son un amasijo de raíles hasta salir de la ciudad.
Después…después el esplendor de campos insonoros a nuestros ojos, campos ajenos
a nuestras pisadas en las calles del barullo. Todo es apresurado, los bosques,
las montañas, esa masa que se extingue en el decaimiento del día. Y yo me
siento serena, en el decaimiento en el retorno de la memoria. Voy más allá de
mis sentidos. Voy más allá de mis deseos. Voy más allá de mis sueños. Y todo
confluye en un agujero donde se entierra todo el ayer para continuar con las
mismas batallas perdidas de la existencia, sola.
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