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El
reloj mueve sus manecillas con la lentitud de la madrugada, la extiendo, la
alargo al derredor de mis sentidos. Me asomo a la ventana y el perro canelo con
el anciano sigue paseando, a estas horas. Miro el firmamento, la luna arrugada,
la luna temblorosa se ha ido. Su vestido de un negro azul marino son luces que
me encuentra con ella. En este instante donde todo se hace casi eterno escucho
su voz, su tono, su timbre, la silueta de ella perdida en el universo. Veo su
rostro con la insistencia de las constelaciones, me observa, me vigila y en mi
crece un nuevo jardín de verticalidad. Mi peso se vuelve liviano y soy brisa
que caricia su estado. Viene a mí, con algún reproche. La entiendo y converso
con la reconditez de estas calles donde un anciano y su perro canelo pasean
como si fuera un día más. Cierro la ventana y la abandono esas estrellas
desfilando por el cosmos, me consumo en un pensamiento infinito y hallo la
dejadez de mi camino.
Y
es que lo he pasado tan mal en el sustrato de mi existencia que mi derecho de
amar a quedado rezagado, ha quedado des memorizado, ha sido censura en mi
quietud en este país. Solo me entrego a ese niño, sostén que me alimenta cada amanecer,
cada anochecer, cada invierno, cada verano, cualquier tiempo que paso en este
mundo. Un mundo suicida, pienso. No sé como la ventana se abre, voy a cerrarla,
pero es imposible. No hay viento. Fijo la lucidez de mis años en el cielo, ese
oscuro cielo salteado de misterio, de enigmas sin resolver. Veo el rostro de ella,
un llanto llega a mí, una queja que se me hace insoportable. Los terribles
hechos de la humanidad quedan estancados en un embalse donde todo luce en el
amplio recorrido de los tiempos. Me sobresalto al descubrir mi infancia, mi adolescencia,
mis años incrustados en una tierra grata pero yerma en corazones. Me veo
aislada, ausente a todo lo que se mece en discurrir de las jornadas. Apartada
de toda sonrisa como cualquier joven. Solo me queda la guerra inacabada, el
grito estremecedor de la despedida, el silencio de ojos cuando el terror nos
alcanza. Y todo duele. Y todo se queda. Y todo conspira para que seas
proyección del abismo. Logro cerrar la ventana, me acurruco con el niño e
intento echar una cabezada. Los ojos de mi madre se posan en mi pecho
produciendo que mi pulso sea tenue, se apacigua en el transcurso de un reloj
que hace tic-tac….CONTINUARÁ
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