Ella. El risco. La caracola. Las
olas. Ella en lo más alto de un risco pedregoso, en el filo de un abismo que
mira un horizonte mecido por el suspirar de las olas con su caracola. Daba el
aviso. Daba la desorientación. Daba lo hermético de la tormenta que se avecinaba.
Desnuda, con su palo largo de pastor, desde el risco y con su aliento enfocado
al sur daba la llamada. Su soplo hacia estremecer a los allí vivientes. Su
soplo concluía con ojos mirando un cielo que se revelaba sibilino, un cielo
abisal donde de su extensión y su pesadez se olía a desgracia. Ella. El risco.
La caracola. Y el tormento vino, una neblina pegajosa se hizo parte de las
carnes de los que allí vivían, un sudor enfebrecido los hacia desvanecerse en
un mal presagio. Y la isla calla bajo los colmillos de una naturaleza que se
revela, que jadea su pena. La lluvia. El viento. El frío. Ella soplando su
caracola para desviar con el poder de sus pensamientos, con el impulso de su
espíritu, con la valentía de la protección. Protectora de unas tierras en un rincón
del atlántico. Ella venció. Ella lloró. Ella gritó. Ella se evaporo en cada
tono de la caracola. Y el maleficio del mal tiempo se largó para dejar a esas
gentes descansar. Todos se miraron, todos jalaron un rayo de felicidad. Y ella,
la mujer del risco, la mujer de la caracola desapareció cuando hubo todo terminado.
Danzas, tambores y chácaras tomaron el relevo y el pueblo pudo descansar porque
sabían que eran protegidos…protegidos por un alma ancestral.
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