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Todo
lo que sea limpieza hace bien. Una purificación exacta de lo que produce
revolturas en tu estómago. Desintegrarse y quedarse en un puente donde te meces
de manera solitaria son batallas que hay que afrontar. Nacer de nuevo con el
brío de un jardín de flores nuevas debemos adoptar. Todo ha de acabar como
nosotros con la muerte. La muerte de gente que nos produce una aglomeración de
atropellos y caídas en la existencia. Hay que decir adiós sin más. Sin retorno
solo, adiós. Arrancar todo aquello estúpido
en una luz apagada. Hay que encender sendas donde nuestro corazón, donde
nuestra razón habite en el bien, en lo estable, en lo verdadero, en lo natural.
Fingir que estamos contentos ¿eso es verdad? Eso es antinatural, una cruz que
debemos cargar y cansa. Cansa demasiado enraizándonos en el desdén, en la
desdicha, en la pobreza de nuestros sentidos. Me acerco al pasillo de esta casa
que habito, la rosa negra que agrieta la pared. Parece que ha aumentado. Una
duda se cierne tras de mí. Salgo de casa voy al cementerio. Un cementerio en la
periferia de esta ciudad, en el horizonte diviso el océano. Un océano donde el
canto de las ballenas se hace penoso, triste. Voy caminando, no hay prisas. Las
prisas son para urgencias mientras tomo la tranquilidad en mis pisadas. Y es
que el día está bonito, una maravilla que me rindo a su perfección. Todo a de
ser fluido, dejar correr el agua en su ritmo, dejar correr las noches, los días
en su curso. Un embarazo hasta que el nacimiento es preciso en ese instante. Llego
al cementerio, entre semanas solitario, aferrado a la sonoridad de los pájaros
que pacen en él. Entro y mis cavilaciones me empujan, me atraen a la tumba de
mis antepasados. No llevo flores, ellas que crezcan en su naturaleza, en la
tierra. Mis manos vacías se conforman con esta visita solo mi espíritu, solo mi
amor, solo unos recuerdos. Frente a una lápida de mármol negro me deposito, leo
los nombres de aquellos antes de mi y
una pizca de cariño brota en mi ojos. Se
está bien aquí, hay calma, un olor a cipreses y rosales variopintos invadiéndome.
Una mezcla de sosiego y equilibrio que me busca, que me encuentra. Sin saber
porqué estoy aquí, estática, miro y miro la tumba. Mi niñez recorre cada vertebra
de mi columna y se hace ligera, garabatos en los surcos de lo natural, de lo
impredecible en aquellos años. La inocencia se posa sobre mis hombros y soy
viaje donde la niñez es miseria, donde la niñez no existe, donde la niñez es
decapitada por opresores, por vándalos, por la necesitar de asesinar y asesinar
aquello que en el mañana sostendrá este planeta. Verdes valles. Verdes prados. Verdes
barrancos. Verdes cumbres. Verdes niños. Todo verde como la esperanza. Todo en
la sincronización de nuestro mañana en las espaldas de ellos. Y qué hemos hecho.
Hemos pagado con nuestras derrotas, con nuestras convulsiones, con nuestras
obsesiones su mañana…su mañana. Y una lágrima rastrera se hace hueco en mis
mejillas. Y una lágrima ingrata me agita, me hace contemplar el dolor…y más
dolor. .Caigo donde estoy, en el cementerio. Sí, es necesario limpieza. Una
limpieza de nuestra alma, de nuestras manos sucias ante los inocentes. Paso la
mano por cada letra de los nombres escritos en la lápida, en la lápida de mármol
negro…CONTINUARÁ
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