Abrazada a las olas. Olas que venían, olas que iban. El sol
con su imperio filigranas dorados se retorcían a su espalda y las algas se
liaban a sus piernas cuando ella cantaba al océano. El mar la llamaba y no
sabía el por qué. El porqué de conversaciones con ese arrugado manto azul. Y
ella se abrazaba más y más a las olas. No había nadie en la orilla solo, el
rumorear de gaviotas, pardelas, palomas en busca de alimento. Su visión se
torno grande como esas olas que venían, como esas olas que iban. Mensajes
envueltos en sal, en caracolas, en estrellas marinas para la terquedad de
seguir abrazada a las olas. Comprendió que la unificación de los pueblos era la
música. Esa que los hace danzar desnudo en la medianoche cuando la luna
despierta. Esa música que abrazados a las olas los lucia con movimientos rítmicos
con la tonalidad de las notas. Y daba que estuvieran afinadas o desafinadas. Solo,
el diálogo de los cuerpos bailando, cantando al son de las olas que venían, de
las olas que iban. Abrazada a las olas, la noche llegaba como sumidero del
ruido, de la explosiva carga de las espaldas, de los sentidos. Olas que venían,
olas que iban. Y la danza de los mundos, de las fronteras yermas en el canto
absoluto de las constelaciones. Y el océano como orquesta principal tomaba la
batuta y ella, abrazada a las olas, inspiraba, espiraba….espiraba, inspiraba el
sabor del instinto más añejo de la especie humana, la danza, el canto.
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