Un sol bello. Una primavera que
dejaba a su paso alas secas de mariposas y ella. Ella no dudaba, las iba recolectando
para después adentrarse en el vuelo de sus sueños a una cima próxima. Iba
dejando cada ala seca a ras de cada árbol que se iba encontrándose, para que no
volarán, como ilusiones de confusa escalada. Así se afirmaba en cada pisada.
Así en la verticalidad de sus deseos tomaba posición cierta de lo que realmente
quería y eso quería. Le era de desinterés las negativas de quien la miraba
cuando pasaba e iba dejando rastros de alas de secas de mariposas a su ritmo.
Un ritmo lento, un ritmo seguro, un ritmo realzando sus sueños. Y es que ella
se sentía ajena a todo lo que la rodeaba debajo de la cima. Su entendimiento
atravesaba afiladas astillas. Y llego a la cima, a esa cumbre donde la isla
luce su traje más esplendido de gala, su maravilla rodeada de un océano que ese
día no lamentaba. Y ella asumía el verdadero lamento de su alma, de ese
espíritu que quiso ser libre y solo fue alas de mariposas secas dejadas a ras
de los árboles que se habían topado en su paso. Pero, ahí, en la cima con la
caída de la tarde con el bello sol beso sus palmas y extendió su regazo todo lo
que el firmamento puede comprender. Y se
hizo la espera. Y se hizo repetitivo mientras la primavera estaba en alza. Era
como una especie de rito que se propuso como abolición de todo mal en el jardín
donde crecía su entereza. Descuido la
mirada extraña. Descuido las palabras insanas. Descuido el quejido de las aves
que posaban en su hombro. Y ella y un sol bello se encontraron como esperanza de
un mañana. En el suceso de los meses engendró nuevas mariposas, nuevas flores
como continuidad de sus querencias, de su pasión. Y ella y un sol bello se enamoraron.
Cayeron prendidos cuando la isla los llamo cuando la marea castañeaba contra
las rocas. Y , ahí, se encontraron. Un sol bello y ella con la llovizna de alas
de mariposas secas que había dejado a
ras de los arboles.
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