La tarde, huellas dejadas en la
espalda de los océanos para aquellos que buscan sus sueños. Amadeur viene, viene con su albornoz rojo como resto de un naufragio.
Amadeur ya se encuentra bien después de que las cuerdas de una barca lo
astillasen hasta la cercanía de la nada, de la muerte. Amdeur pasa ante mí,
sonriente, con su lenguaje particular. Amedeur no me entiende, yo no lo
entiendo solo con el idioma de los ojos, con el idioma de una alegría de estar
aquí, ahora, con sus piernas dando un paseo. Amedeur se dirige al patio, al patio
de una casa que acoge bajo su techo protector. Y amadeur sonríe, por unos
instantes mira el atardecer con su mirada estática en ese cielo limpio, en esa
tarde fría de otoño. Amadeur no sabe que lo observo, que me detengo en cada movimiento
de sus pisadas. Amadeur corta una flor amarilla nacida en un pedazo de tierra o
en un pedazo de belleza, según como se mire. Amadeur la huele y quieto con sus ojos
de alegría, suspira. Amdeur se siente feliz, se siente abrazado con su albornoz
rojo. Y para mi todo es perfecto, la
hermosura de una flor amarilla, la hermosura de la alegría de Amadeur.
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