Seguía anclada en él oleaje de los volcanes. Su estático mecer se cerraba, se abría ….se abría y se cerraba a la desbaratada madre tierra. Pero ella estaba convencía de que en un momento u otro todo tendría un final. Un final reposado, donde la calma era secreto del silencio de esas bocas arrojando la miseria, las penas del mañana, del hoy. Y en su convencimiento, quieta, alargaba sus alas blancas en tonadas de paz, de equilibrio ante tanto desorden. Y en convencimiento, quieta, observaba como todos huían de la peste roja con su lengua de hogueras. La luna venía, menguante, con dolor blanco. Y es que para según se mire blanco puede ser duelo, muerte. Y no digo para mí, es un color que me desagrada, que me engarrota en su engaño. Un Júpiter intenso regresaba a sus ojos. Sus ojos áridos de tanto y tanto tocar el llanto. Con su razón perpetuada en cada movimiento tenía la fe de que las bocas callarían, y callaron. Todo se entorno al cauce cotidiano de la realidad, de una realidad distorsionada por la destrucción. Su estático mecer se cerraba, se abría. Se decía a su reconditez qué más da que las llamaradas zanjaran toda mi vida. Los recuerdos siempre quedaran en mi memoria. En instantes una masa de fuego y cenizas arrasaría con su verticalidad. Ella confiada, confiada en la confianza de que se detendría con el aleteo de cómplices del universo. Y se detuvo cuando ella anclada en él oleaje de los volcanes respiró profundamente y sus sentidos brotaron en la confianza, en el ánimo del callar de los temblores. Y todos callaron. Y todos se miraron. Y todos cerraron los ojos ante lo sorprendente.
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