Me voy. Me voy, necesito el desprendimiento de mis alas en otras tierras, en otros ambientes. Se embarcó bajo la luz de la luna. Se embarco con su camisa y pantalón de algodón. No llevaba consigo nada más. Solo necesitaba a eso para dirigir a un continente alimentado por el océano que tenía que atravesar. Dejo a su familia, a sus amigos desconocidos y entre la tempestad de los mares logró llegar a su destino, sin nada, solo sus sueños. Aquel inmenso país lo acogió en las más duras condiciones de trabajo, de inestabilidad climática. El venía del eviterno jardín, donde las flores son lumbre todo el año. Y se enamoró. Sí, se enamoró de una chica de teatros. Un amor que lo llevo hasta lo imposible, hasta más allá de las atmósferas subterráneas de aquella tierra. Cuando despertó, de nuevo su isla con ese eviterno jardín donde los sonidos de aquella voz era reflujo incesante en sus pensamientos. Y se enamoró. Un amor que lo llevo a la pena imparable, sin freno a la ambigua de su vida. Y se enamoró con el claro oscuro de sus canciones, con las sombras y la inmersión más allá de las tonadas de sus pasos. Vuelvo. Vuelvo, tras el amargo amor. Y sus heridas sanaron. Y sus canciones no lo amordazaron en el sentido del fin. Comprendió que ese era el camino a tomar en sus anderas por la existencia. Y se enamoró. Y desde el eviterno jardín donde las flores son lumbre todo el año la recordó como condición de su mañana.
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