Ella los veía. Si, los veía revolver en las mareas y nacer sin alas, con el pico abierto deseando la vida. Ella era extraña. No, no lo era su conducta producía un cierto rechazo a algunas. Y puedo asegurar que ella los veía, nacían sin alas, con la piel negra y rugosa. Aves que no cantaban sino lanzaban un aullido de desesperación, de agobio ante los océanos contaminados, ante los ahogados. Todas las noches, cuando la luna menguante en el hemisferio norte la llamaba acudía allí, a la orilla, con la simplicidad de mirarlos. Llegados a la orilla se erguían y caminaban en un tambaleo incierto. Ella los veía y se sentía lejana, desvanecida. Veía sus esqueletos después de desnudarse, después del frío, después del hambre, después de las sogas plásticas colgando de sus cuellos. El viento norte rajaba su cara. El viento norte engarrotaba su vientre. El viento norte hinchaba sus dedos. Y ella los veía. Sí, los veía caer en fosas de arena anónima. No había llanto, solo, la nada. Un universo la contemplaba y ella también contemplaba el universo. Ella los veía, veía la muerte lenta de la existencia. Ella era extraña, inmersa en su gesto calmo, fijo.
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