La carretera amplia. Mi coche en un destino cualquiera. Mi volante con la lluvia espesa crujiendo en los cristales. Una rosa roja en el asiento trasero. No. No llegaré. El zigzag de la vía negra me fatiga. El retrovisor diciéndome de la palidez que roza mis labios. El retrovisor diciéndome de las arrugas de mis ojos. El retrovisor diciéndome de mi frente marcada por cada pensamiento. La medito, converso con mi reconditez en el agujero de la tarde de una lluvia pesada, fría. Los pájaros han desaparecido. El caos de nuestras sensaciones embarcándonos en la espera. Una rosa roja en el asiento trasero. No. No llegaré ¡Qué día es hoy¡ no lo sé. Uno como tantos otros en que me apetece regalar una rosa roja que está en el asiento trasero. El camino parece interminable. Me detengo en una calle donde la nada rueda y rueda. Una muchacha de cabeza gacha en el suelo. Una muchacha de techo desnudo en la inmensidad de la derrota. No se da cuenta. Me bajo del coche. Cojo la roja en el asiento trasero y se la pongo sobre su espalda, sobre su muerte. Quizás vuelva a vivir. Quizás tenga la muerte más cerca. Quizás sus sentidos se han perdido en los agujeros de esta ciudad. Me despido de su muerte. Estoy al volante con la lluvia espesa crujiendo en los cristales. Unas calles más adelante me detengo. Miro por el retrovisor. Ese retrovisor diciéndome de la palidez de mis labios, de las arrugas de mis ojos, de la frente marcada, del adiós.
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