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Cómo
bendecíamos aquel día en que el solsticio de verano venía con su suave brisa,
con la igualdad entre la luz y la oscuridad. Un equilibrio que nos libraba de
las jornadas donde la armonía no era eco. Cómo reíamos mientras que la ciudad
durmiente por ser un domingo esperaban la noche donde el temblar de hogueras
haría cenizas todo lo malo, todo lo nefasto, eso creíamos. Danzar uno tras
otros en nuestras correrías dando bienvenida a la nueva estación. Jugueteamos a
despertarnos más tarde, eso creíamos, no sabíamos en aquellos años que nuestro
presume de su propio reloj biológico. Nos escondíamos bajo sábanas blancas de
algodón de sacos de harina e imaginábamos batallas con un final feliz, con un
final lejos a la cruda realidad. Izábamos pañuelos blancos con las cañas que
habíamos recogido en un arroyuelo no muy lejos. Como todo domingo tendríamos
que ir al mercado, para la compra de la semana. Un mercado redondo fermentado
por una plaza de todos donde nunca hubo corridas. Y yo soñaba, soñaba despierta
ese instante donde yo y mis hermanos de la mano cantando alguna canción al uso
íbamos. Ahora me detengo en ese lugar, en el mercado de la plaza de toros y
agradezco a mi gente que nunca se llevara allí aberrantes fiestas donde la sangre
habría salpicado negramente su postura del hoy, de los años. Sí, hubiera
quedado una sombra negra en las cuevas manchadas por cicatrices de dolor, de
muerte. Y sigo parándome en este pensamiento, en otros lugares aun se hacen abominables
corridas donde el animal sufre, el animal grita de temor, el animal corre
angustiado por el penoso corro. Me enorgullezco entonces de mi pueblo. Sí, mi
pueblo. Pero dejemos esto para otros razonamientos, para otras discusiones. Era
domingo, solsticio de verano. Nuestra madre ya nos llamaba para el desayuno
para girar en garabatos de alegría al mercado. Era un día, como diría,
especial. Después en la noche, la noche de San Juan se abría la fiesta , las fuegos,
los baños, los cantos. Un nocturno donde la magia y el hechizo de las hogueras reverberaban
sobre nuestros corazones. En aquellos años de mi niñez me daban incluso miedo,
un miedo por las historias o leyendas que curtía esa jornada. Pero ahí estaba
mi madre ¡Uhm mi madre¡ con un abrazo, con una caricia, con un beso, con unas
palabras expulsaba todo mal crecido en mi mente las conversaciones de la
ultratumbas de las gentes ¡Ay ese mercado¡ y flores y más flores, y frutas y
más frutas, un colorido sin igual, un colorido asombroso , tan atrayente que
los ojos se volvían gotas de deseo, gotas de alegría. Se me olvidaba, mi nombre
es Ann, así como suena. Ann….Ann. Siempre me han llamado así. Un nombre corto y largo a la vez, un nombre
donde se refleja mi condición de hija de una madre que con solo un suspiro me
llamaba ¡Ann¡ ¡Ann¡...CONTINUARÁ
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