El espejo. Me miraba en el espejo, desde el reflejo la veía
con sus manos apagadas, con sus manos arrugadas, con sus manos esbozando un
movimiento que se transformaba en delicadeza, con sus manos frágiles. Su cabello era cano y le llegaba por encima
de los hombros, esos hombros donde se soporta la pesadez de los años, las
cargas de una melancolía a veces rebozada de alegría. El tiempo ha pasado y yo
en el espejo, observándola, examinándola en su vejez. Ella mira por la ventana
y saluda inconsciente a todo lo que pasa, sean ya pajarillos, sean ya personas,
sean lo que sean. Ella gravita entorno a
ella en el paso del tiempo. Ahora, no le importa las horas. Sus ojos vivos aún
a veces me miran. Me miran mientras yo en el espejo la miro a ella. Coge una
aguja, se detiene en un botón a punto de caer y lo cose. Una sonrisa se deja
ver en su rostro. Después me mira, me mira como yo la miro a través del espejo
y asiente. Ojos abandonados a las
sombras y luces de la vida. Después, la ventana, levanta su brazo y saluda a no
sé quién. Y yo me miro en el espejo
mientras ella se levanta de la silla y se va a por su café. Mi entereza se
vuelve como la de ella, vital. Mi yo se disfraza de belleza y voy tras ella.
Nos sentamos en la cocina, una frente a otra. Me mira. La miro. Señales de
felicidad me cede de su tez apagada, secuestrada en el paso de las décadas. No
me dice nada, no hace falta. Yo tampoco hablo. Conversa nuestra confianza, nuestras
emociones, nuestros vestidos de un paseo por algún parque cercano, nuestro café
humedeciendo nuestros labios. Solo
conversamos con el tiempo, un tiempo que se acaba. Ella se irá antes, lo
sabemos y me dejará lo bonito del cariño, de la ternura. Me dejará el saludo a
los pajarillos, a las personas que pasen a ras de la ventana. Y tendré que olvidar y continuar bosquejando
mi entereza.
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