Una llovizna temprana. El frescor de un viento callado embellece
nuestros rostros apagados. En algún año
que no recuerdo había dos colinas distanciadas. Ella con su silbo llamaba a su
cómplice con lo hermoso de un aliento tierno. Ella de la otra colina respondía
con su piano amarrado a las raíces de la tierra con una tonada esperanzadora,
con una tonada agarrada a los espíritus que venían de una a otra colina. Ella
con su silbo en medio del vacío, del silencio ahuyentaba la ira de la tierra,
de esta tierra consumida por nuestras
propias manos. Ella con su piano contestaba,
de rama en rama iba engendrando notas con sabor a calma, con los colores
de la templanza, con las espaldas mojadas por cada pozo donde se precipitaba la
nada. Ella con su silbo enamoraba, creaba la perfección de una brisa invisible,
intocable. Ella con su piano sanaba lo que era funerales anónimos. Y al unísono se vestían de una sonrisa, de un
canto galopante a través de un mundo enfermo, decaído, deshecho, cansado.
Y vendrán los sueños.
Y vendrán los deseos.
Y vendrán las esperanzas.
Y vendrán los cuerpos
Solapados a los soles, a las lunas.
Ella con su silbo aislaba cada abrazo prieto, cada
mano tendida a la soledad con un sutil entusiasmo en vertical. Ella con su
piano contestaba en el hueco de la distancia los fértiles rosas que volveremos
a besar. Una llovizna temprana. El
frescor de un viento callado embelleciendo cada sombra a ras de nuestros ojos.
Y vendrán los sueños.
Y vendrán los deseos.
Y vendrán las esperanzas.
Y vendrán los besos
Agarrados a los soles, a las lunas.
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