Con su escoba. Sí, con su escoba y delantal. Sí, con su pelo
cano recogido y un pañuelo negro despedida de sus seres queridos. Ella barría
la acera de la puerta de la calle. Envejecida pero en vertical, escupiendo no
sé qué rezo para que los malos vientos no ensuciarán su pedazo de acera. Eso decía
a quien pasaba mientras se hacía la
señal de la cruz en su rostro. Si rostro arrugado, su rostro marcado por cada
vivencia, por cada sonrisa, por cada pena. Estaba sola, todos se habían ido. La
culpa la tiene el viento, se decía. Mi casa ha de estar limpia para que ellos,
los muertos queridos, regresen. Venid…venid y recogerme en vuestras alas para
ser parte de este cielo decaído. Nadie la comprendía mientras se hacía la señal
de la cruz en su rostro, mientras expulsaba esas palabras casi ininteligibles para
los que pasaban. Después de observar todo pulcro cerraba su puerta y en su
casa, una casa alojada en la memoria de cada uno los que se habían ido. Con la
cafetera en su cocinilla comenzaba a hilar y hilar en el camino de las horas
hasta que la noche le presentaba el sueño en su silencio. El golpe del mar lo
escuchaba cuando el viento callaba. Eran ellos, pensaba. Se levantaba e iba hasta
allí, donde la marea es bruta, es violenta. El temor se despedía de ella y
abrazaba la nada en sí misma luego regresaba bajo su techo, contenta, confiada
de que algún día regresarían.
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