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Las
campanas marcan el esbozar los ojos frente a la jornada que se deposita sobre
nuestros hombros. Es hora de despertar. Aun la oscuridad atesora un resquicio
pero ya se va ahuyentando con nacimiento de filigranas solares. Los hombres y
mujeres van a sus campos de cultivo, a sus labores en la isla. Una isla alejada
y ausente de las convulsiones políticas en la España que los destierra,
que los abraza a la vez pero con el
olvido en la lejanía. Las noticias llegan con atraso, corriente de prensa que
se mecen en los puertos como descanso. La isla. Si la isla desnivelada en sus
habitantes, unos pocos burgueses y un desmesurado crecimiento de la miseria, de
una población que vive de agricultura, de una población acechada por epidemias
y devastadoras invasores de sus cosechas. Y sin alarga más, el carácter volcanología de
la isla. Sí, las campanas marcan el despertar cuando un temblor estremece a sus
habitantes. Un foco se había abierto al norte, lejos de la residencia. Un
pequeño reducto que asusta, que angustia, que mortifica, que produce horror
entre cada alma que ahí vive. Un nuevo volcán engendrado por las entrañas de la
tierra, pero leve, sin el suficiente impulso de la muerte. Solo es un aviso, un
aviso de lo que pisamos, de donde habitamos. Cuando las campanadas se hundieron
en un profundo callar la tierra calló, dejo de ser ese trémulo desenlace que
podría ser fatal. Todos aupados por el temor elevaron sus brazos al aire,
suplicando a un Dios hasta el fin. Todos
entonces concurrieron a las iglesias que habían crecido como un hervidero de
salvación. Y dieron las gracias, y se enlazaron a un rosario y un crucifijo
como escudo ante cualquier suceso imprevisto tempestuoso y maligno. Todas las muchachas
concurrieron a la capilla. Allí ante ellas, la superiora, algo demacrada pero
entera, dominante. El orar matutino comenzaba antes del desayuno. Todas miraban
y miraban a sus compañeras (Agata, Anne, Delfina) con sus cabezas rapadas, con
la lástima mordiendo sus ojos. Después de rezar todas al comedor. Agatta, Anne
y Delfina se sentaron en sitios distintos. Ninguna de las compañeras se quiso
sentar con ellas. Sí, el temor. El temor las pisoteaba en vigencia de la mirada
de la superiora observando a cada una de las allí presentes, con un sabor a
alegría en su interior por la muralla impuesta a esas chicas y su peldaño ante
las demás. Como nunca en el comedor había un silencio sepulcral, solo, los
pajarillos cantaban en su danza otoñal al encontrarse con el astro rey ¡Oh, el
otoño¡ laberinto hechizado por los freáticos balanceos de la vida. Sí, la vida,
hay que recorrerla para saber si perteneces o no. Cuando no entras en su
círculo te mutilan, te agreden casi mortalmente en tus sentidos como repuesta ¿Dónde
la libre expresión? ¿Dónde los libres movimientos? Nunca se sabe únicamente tendremos
que andar y andar y veremos la verdad, la verdad del respeto, la verdad de los
vuelos altos y desliados de todo juicio
prefijado en sus mentes...CONTINUARÁ
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