El ataúd. Sí, lo veía desde lejos mientras en los hombros
donde la pesadez de mi ayer, de unos horas anteriores quedaba envuelto en unos
hombros de negro, unos hombros rígidos, unos hombros serios, unos hombros
fríos. Todo pasaba ante mí y me
desagradaba, la rabia de mi grito no escuchado retumbaba en mi espíritu. Eso
era hora, un alma que con su energía se revolvía a medida que se despedía de su
cuerpo. No me gustan los entierros, no me gustan los velatorios y eso que lo
había dicho. Pero aquellos cuatro hombres de negro, de hombros rígidos, de
hombros serios, de hombros fríos me llevaban al nicho. Yo no quería que mis
restos fueran encerrados en un rectángulo. Sí, en ese cementerio donde cada una
de las tumbas me producía un sabor amargo.
Ellos continuaba, alguno que otro no lo conocía pero estaba consternado
¿por qué? , me preguntaba. Por qué ese dolor de esas gentes cuando en vida,
cuando era parte de la masa corpórea eran desdén, eran ausencia. Ahora,
personas andantes en el entierro lloraban a la vez que un fraile sermoneaba en
latín mi despedida. Sí, me despedida ¡Qué ignorantes¡ Yo allí, con ellos , con
mis pensamientos envueltos en ira que no quería que me sepultarán. Fue
horrible, ansioso transmití un viento voraz, tempestuoso, violento,
aborrecible. Ellos se tambalearon y el féretro cayó en tierra. Los ojos de
ellos ya no tenían rostros, desfigurados, patéticos. El fraile continuaba con
sus oraciones en latín, hermético, aislado. El cielo despertó de su
adormilamiento y estallo en un chubasco duro y cruel. No se detuvo hasta que
todos marcharon, hasta que el ataúd frente al fraile se quedaron a solas, en
silencio. El fraile no se inmutaba,
exhortaba maldiciones al demonio, a la fuerza sobrenatural en que había quedado
aquel entierro. El ataúd se abrió ante el sobrio fraile, ante su enfurecimiento
y de él manaron especies de raíces de mis brazos, de mis piernas que penetraron
en la tierra. Sí, he decirlo, me sentía ahora feliz, el descanso había llegado.
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