jueves, octubre 31, 2019

El ataúd.


El ataúd. Sí, lo veía desde lejos mientras en los hombros donde la pesadez de mi ayer, de unos horas anteriores quedaba envuelto en unos hombros de negro, unos hombros rígidos, unos hombros serios, unos hombros fríos.  Todo pasaba ante mí y me desagradaba, la rabia de mi grito no escuchado retumbaba en mi espíritu. Eso era hora, un alma que con su energía se revolvía a medida que se despedía de su cuerpo. No me gustan los entierros, no me gustan los velatorios y eso que lo había dicho. Pero aquellos cuatro hombres de negro, de hombros rígidos, de hombros serios, de hombros fríos me llevaban al nicho. Yo no quería que mis restos fueran encerrados en un rectángulo. Sí, en ese cementerio donde cada una de las tumbas me producía un sabor amargo.  Ellos continuaba, alguno que otro no lo conocía pero estaba consternado ¿por qué? , me preguntaba. Por qué ese dolor de esas gentes cuando en vida, cuando era parte de la masa corpórea eran desdén, eran ausencia. Ahora, personas andantes en el entierro lloraban a la vez que un fraile sermoneaba en latín mi despedida. Sí, me despedida ¡Qué ignorantes¡ Yo allí, con ellos , con mis pensamientos envueltos en ira que no quería que me sepultarán. Fue horrible, ansioso transmití un viento voraz, tempestuoso, violento, aborrecible. Ellos se tambalearon y el féretro cayó en tierra. Los ojos de ellos ya no tenían rostros, desfigurados, patéticos. El fraile continuaba con sus oraciones en latín, hermético, aislado. El cielo despertó de su adormilamiento y estallo en un chubasco duro y cruel. No se detuvo hasta que todos marcharon, hasta que el ataúd frente al fraile se quedaron a solas, en silencio.  El fraile no se inmutaba, exhortaba maldiciones al demonio, a la fuerza sobrenatural en que había quedado aquel entierro. El ataúd se abrió ante el sobrio fraile, ante su enfurecimiento y de él manaron especies de raíces de mis brazos, de mis piernas que penetraron en la tierra. Sí, he decirlo, me sentía ahora feliz, el descanso había llegado.

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