Ya no es lo que era antes, insisto. Son las cinco de la
mañana y la guagua me lleva al centro de trabajo. Los astros se disuelven en
mis ojos a medida que la madrugada avanza y yo me siento complacida. Ella no me
mira, estará con sus pensamientos. Llegamos al lugar y bajamos, una luna aun
poderosa me hipnotiza en una brevedad de tiempo y me siento respirar. Hoy no se
lo que haré, me dirijo a las cuarterías y allí me cambio de ropa para comenzar
la jornada. Hasta mi viene el capataz y me dice con tono calmo que he de
arrancar la mala hierba de cierta zona. Ella no sé lo que le tocará, ajustar
creo que las tomateras. Sola, en medio
de plásticos y raíces me muevo con lentitud. El capataz se aproxima y me espanta,
más rápido , dice.
Ella no lo sabe, pero la van a castigar por lo de ayer. El
ajustar, los tomates verdes no son para ella. La apartarán de mí, no conviene
confianza con las compañeras. No la veré hasta que nos cambiemos para irnos.
Estrellas embelesan su mirada, perdida en no que parte del universo. Ella y las
estrellas. Las estrellas y ellas. Mientras cambio de invernadero observo gentes
de otros lugares. No esto no es la isla. Es una aglomeración de mujeres ausente
de sus nacionalidades sobreviviendo. De ellas, nos tienen apartada. Aquí la
gente es mi tosca, hoy he visto desfilar cuchillos entre dos, cuchillos
amenazantes ante alguna discusión estúpida ¿Cómo estará? En esa soledad que le
han dejado. Mira que se lo había dicho, aconsejado, no hables con nadie, no
sabes cómo pueden actuar. Termina la jornada, no sé qué temperatura hace pero
debe ser alta. Nos dirigimos a la cuartería
y nos vestimos de nuevo, observo una cocinilla, qué no se para quien será pero
imagino para esas mujeres de otros países, países sangrantes en desigualdad, en
sufrimiento, en penalidades y cualquiera
sabe.
Todo ha acabado, me permiten marcharme a mi hora. No
entiendo porqué no dejan trabajar a los hombres como las mujeres. Ellos
realizan otras tareas o las mismas, en otro lado. Veo en mi vuelta a la cuartería
con mis manos dolientes, aquellas apartadas a nuestra conversación. No miran,
su rutina continua y continua por más horas. No son de aquí, este mundo,
pienso, está disparatado. Me viene una gota de abuso, de algún secreto guardado
para que nadie las descubra. En la cuartería no la hallo, ella ya estará en la
parada. Salgo y ahí está, de pie, esperándome para coger la guagua juntas. Nuestras palabras se nublan, un agotamiento
sobrecogedor nos envuelve y preferimos callar.
Pero aún así somos testigo de las desigualdades que ensucian nuestra
esencia. Pongo mi mano sobre su hombro, me mira. Sus ojeras son negra germinación
del vacío que la acecha ¡Hace tanto calor¡
Su mano sobre mi hombre, para qué hablar. Me transmite cierta verticalidad, cierto
levantamiento de los ánimos ante este macabro trabajo. La guagua avanza, son
las tres de la tarde. Sí, las tres y parece que la isla está muerta, tatuada
por una somnolencia hasta que la brisa fresca despierte. No sé porqué estamos decaídas, cansadas. Esa es la palabra
exacta , cansadas. Miremos donde miremos de aquel lugar de trabajo solo se
halla la miseria humana, la descomposición de lo humano ¡Hace tanto calor¡
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