Un sendero y sus adentros un boscaje donde las ramas se
estrangulan, se lían, se retuercen en el sabor de la humedad. Ella, mujer del
frío y del despecho, se adentra con sus ojos perdidos en la atmósfera enraizadas
de sus pasos. Ella, con el apetito de ser infinita oscuridad en los charcos de
barro en su camino se engancha a la brisa matutina de su frescor. Ella, sola,
con sus manos enhebrando caricias eclipsadas en el serpentear de su existencia,
se pierde en el absoluto ruido de los arboles cuando la vejez mece sus raíces.
Una vaga pena la alumbra, la seduce y siente la necesidad de ser leve como ave
al encuentro de un rastro del sol. Un sol, astro eufórico, emotivo para anclar
sus pisadas. Ella, en la soledad sembrada en su espalda, en los desiertos de sus
labios, conversa con la madre tierra. Ella, se arrodilla donde el musgo
amortigua sus rodillas y bebe de un pequeño arroyuelo que la hace emerger entre
el silencio de su cuerpo y la saciedad de su garganta muda. Ella, levanta la
cabeza y frente un cierto arco de colores la entrega a un espacio donde un
pinzón azul la enamora. Y ella se pregunta ¿por qué no? Y el pinzón azul bebe
de sus manos en forma de cuenco. Bebe de su cuerpo intacto en el paso del
tiempo, de las horas, de las estaciones. Y ella se pregunta ¿puede ser? Vuelve
al sendero que la llevó a ese milenario bosque. Una senda torturada, extinguida
en el peso de los años. Mira al frente, su techo, el chillido abstraído de la
urbe. Se retrae y en su razón imantada por un corazón de pinzón azul vuela y
vuela hacia el sol.
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