La Miraba y la miraba. Y , la
verdad, no dejaba de mirarla. Una estatua blanca, con los restos de la polución
sobre donde su volumen daba la sombra en medio de un parque. La lluvia potente
también la miraba, la mojaba, la bañaba en el sudor de la noche de la noche que
venía. La miraba y la miraba. Y , la verdad, no dejaba de mirarla. Me traía
algún recuerdo mientras mi ropa empapada me hacía tiritar en medio de las
farolas. Parecía que tuviera vida, algún movimiento invisible a los ojos de
todos. Pero, la verdad, no dejaba de mirarla. Intentaba buscar en mí en lo
hondo de mi reconditez de quien se trataba pero la memoria fallaba, no
alcanzaba a ver que escondía bajo su rostro intacto, bello. Y, la verdad, no dejaba de mirarla. Me sostenía
sobre una cuerda de altura infinita asaltándome el vértigo cuando mi mano se
poso sobre su hombro frío…muy frío. Me transmitía aquella estatua un cierto temblor
de algún amor pasajero. De un amor que tal vez inexistente en el ritual de la
vida. La miraba y la miraba. Y ella me miró. Sí, me miro en medio de aquel
chubasco embrutecido, en medio de una noche solitaria. Y un poema me vino a luz, un poema que en la
oscuridad e intensa lluvia me hizo retorcerme en mis entrañas
Te miro
Ausencia precipitada en el brío del silencio.
Me silencias.
Remotos astros que vagan en soledad.
Tu soledad.
Mi soledad.
Almas ancladas bajo cipreses.
Tu muerte.
Mi muerte.
Y, la verdad, no dejaba de mirarla. Me miraba.
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