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Y corría el siglo XVI, los riscos se
amontonaban en siete , en siete diabólicas cavernas, según decían, de mujeres
expulsadas del pueblo. Siete eran ellas, Siete
almas vigilante de las cimas de todo lo que cursaba abajo, en la aldea.
Sus miradas se perdían en las nieblas de un otoño precoz, duro, cruel, sombra
de sus ojos blancos de tanta oscuridad. Fueron arrancadas de sus vidas
cotidianas con el rajar de sus quehaceres , de sus saberes. Una escribía lo
censurado, una leía lo prohibido, una sanaba con sus manos maduras en la noche
cuando lo prohibido saltaba la muralla, una era partera con los métodos por
ella misma creados y malignos ante la comunidad, una era música de las bellas
melodías en un convento donde todo era clausura, una era en sus pensamientos
vestía trajes de hombres y cabalgaba más allá del horizonte donde las olas
rajan la libertad y llegamos la última aquella que pintaba todo mal de aquella
sociedad y sus creencias. Ahora vivían
en el aislamiento, en esos riscos donde nadie podría llegar, donde nadie debía
ir. Las llevaron para que ellas mismas se cruzarán con su propia muerte
habiendo ya sido torturadas en esa atmósfera enrarecida de una aldea donde las
órdenes la dictaba la iglesia. Una
religión manoseteada por cruces en la deriva de todo lo que era pecado. Nacer
mujer ya lo era en sí, catalogadas como bestias del callar y de la nada. Una
sociedad marcada por hombres recelosos, envidiosos, usureros de su potencial,
de su fuerza. Siete eran ellas, siete almas vigilantes en las cimas de los
riscos. Mujeres con cicatrices ante la devastación de sus cuerpos ante el más
cruel de los castigos. Amarradas por las manos, por las piernas, por el cuello,
por la cintura. Arrastradas ante un público hermético , carcomidos por ideas
erróneas. Pasadas por hogueras donde el fuego y la muerte jugaba a las
carcajadas de las miradas que creían que serían su salvación, miradas
hechizadas por el santo oficio. Siete riscos, siete mujeres. Desnudas, que solo
se alimentaban de la dejadez de los campos cultivados cuando la noche llegaba.
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Los
siete riscos con formas dispares , con rocas amorfas y filamentosas que
prohibía todo pasa para cualquiera de la aldea. Una aldea grande, conformada
por una iglesia donde epicentro de sus movimientos. Una arquitectura amplia,
convencida de que así llegaría a su Dios ¡Qué Dios¡, me pregunto. Un Dios
erguido en la conciencia de sus fieles a ras de la muerte de la libertad, de la
paz. Todos asentados en ella como si fuera tempestad que no hay que despertar
sino elogiarla, levantarla, pulirla de rezos y rezos a cada momento cuando las
campanas replican. Todo lo demás era tierra, tierra fértil donde se quiera que
se mirará y más allá envuelta por un mar precipitado en cierto punto de un
mundo donde se creían únicos, exclusivos de su adorado Dios. Una isla, sí es
solo una isla en medio en el más extenso de los océanos y solo una orden
inducida a las más severas penas cuando alguna alma propagaba su lucidez. Todos
ojos cerrados. Todas riendas de una fe ciega. Todos ignorantes de las verdades
de aquellas siete mujeres de los siete riscos. Ahí la nada soportaba con todo
su esplendor el espectáculo más allá de las mareas. Ellas podían ver, cada una
en su risco, otras maneras de vida, otras formas de absorber la frenética brisa
fuerte del otoño, del invierno, de un día cualquiera. De los siete riscos caía
en su larga cabellera hasta llegar a la aldea todas las formas de naturaleza de
aquella ínsula. Tabaibas, cardones y un etc
de elementos nacidos de la madre naturaleza. Llegar a los sietes riscos
era prácticamente imposible, solo las siete mujeres, solo los aborígenes
antecesores de la mentira danzaban con
sus saltos en ellos ayudados por un palo, un palo grande. Nadie lo sabía pero,
allí, en los siete riscos ya había sido habitado. No por estas siete mujeres
sino por las vidas ahora esclavas de sus antecesores. Vidas calladas en el
tortuoso trabajo diario. Vidas amputadas ante el poder aberrante de unas creencias
que empoderaba el rechazo. Vidas tratadas como absurdas, bajas, menospreciados
por aquellos considerados avanzados.
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Los
siete riscos cuando eran amenizados por la corriente del alba tomaban la tonada
de la madre tierra, de esa siete mujeres presas en la soledad y el callar.
Amanecía con la tonada de un otoño soleado que incidía en una de las cuevas a
medida que tiempo recorría el horizonte eterno. Ellas, llevadas por el
despertar esbozaban cierto grito en medio de aquel virgen espacio. Las sietes se
acercaban a la entrada de la cueva y cerraban cada una mientras el movimiento
del sol las seguía los ojos. Elevaban los brazos como ola que viene y las
llevan a una respiración profunda en medio de rocas laváticas de miles de años.
Ellas, las siete mujeres , no se conocían , solo, el aliento gélido de la
mañana llevaba cada una de sus voces, sus siete voces a la otra. Por ello no se
sentían solas en ese templo natural del silencio. Solo, salpicado por algún ave
a la caza de su presa. Luego, se miraban sus manos, en ellas giraban todo el
placer humano, de sus sentidos destinado al aislamiento pero con la confluencia
de la naturaleza. Abrían los ojos, los catorce ojos paulatinamente y con el
ritmo del astro rey y examinaban todo lo que tenían a sus alrededores. Hondas,
profundas se sentían satisfechas, cada una en su risco. Riscos que marcaba el
paso de horas a medida que ellas cantaban la canción del abandono, del
desahucio de la aldea donde habían nacido, crecido con las vertientes negativas
para otros. Ellas, las siete mujeres de los siete ricos se hallaban en la
plenitud, eran felices. Aunque el otoño apriete el crepúsculo del día las
atizabas de una alegría inmensa. Una alegría ausente en las mentes escalabraras
de la aldea, la enorme aldea. Y el canto empezó cronometrado por la naturaleza,
cada una anunciaba en ese chillido
desmesurado sus deseos, sus propósitos. …
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He dicho tantas cosas
En el moliente sendero de alas caídas
Que soy encuentro con la voz dormida
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
En la muralla de lo oscuro
Que ahora me busco, me encuentro
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Donde se agazapa frágiles pensamientos
Que ya no escucho, que ya no menciono
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Donde impera la mentira de los amaneceres
Que en el silencio despierto
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Muertas en el olvido, desheredadas
Que soy espíritu vertical
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Rotas en el empeño sordo
Que ahora soy vigía de luz
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Donde el cansar se acuesta a mis espaldas
Que ahora libre curso los deseos
En los vientos nortes.
Y las siete mujeres de
los siete riscos así cantaban, cada una con su paso, cuando el turno las alumbraba
en el eco del amanecer. Se acogían un
cielo despejado pero de nubes venideras de lluvia. La aldea estática parecía
también circular en sus hábitos cotidianos, costumbres presas del miedo, del
terror a la cruz en llamas apagadas en cada recoveco de su inmensidad. Ahí
viene la lluvia, riscos plagados de arroyuelos aletargados que ahora
eclosionaban con el valor corriente abajo. Y las siente mujeres dde los siete
riscos continuaban cantando la misma balada del alba. El alba…el alba
impregnado por el renacer de lo verde en un lugar yermo, áspero, usurero.
Tierra agradecida cuando unas pocas gotas acarician su piel libre, a la
intemperie de las emociones. Libre como las siete mujeres de esos siete riscos.
Alimentadas por el delicioso y frágil aroma de la naturaleza, de lo salvaje…
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Los lamentos aparte, desconocido para estas siete mujeres de los sietes
riscos. Se sentían conformes con las pisadas dadas cuando su vida se abriga de
la aldea, de la gran aldea. Ellas seguían con el tarareo inacabable con el paso
de ese amanecer tan pletórico para cada una de ellas, como si
nacieran de nuevo enroscadas a la fortaleza de lo bonancible, de lo bueno para
ese estado ahora de cárceles prendidas por cada uno de los siete riscos. El
remordimiento de cada una de sus hechos, de sus cavilaciones, de sus
actuaciones las llevaba a erupcionar como hijas de callados besos, de callados
caricias a medida que las estaciones pasaban. Sí, erupcionar con la respiración
profunda de sus sentidos, siempre, en vertical . Ausentes de la necesidad de
comunicación con cada uno de los aldeanos. Cada una de ellas sabía que se
encontraban ahí, en cada uno de los riscos al derredor del extenso pueblo. Es
como si fueran vigías eternas de lo que allí debajo pasaba. Satisfechas con
cada acción del ayer seguían con la tonada a medida que la mañana se estiraba
hasta el gozo del sol en su plenitud. Una plenitud que las llevaba a un canto
unísono, un canto que hacía siempre estremecer la faz donde ambulaba aquellos
que se burlaron, que atacaron, que manipularon para que las siete mujeres de
los siete riscos terminarán así. “ Vivir, vivir y vivir. Hemos vivido
tantas cosas , tantos hechos que ahora somos hijas de sutiles palpitaciones de
las aves que nos abrigan cuando la mañana gira y gira entornos a nuestras manos
satisfechas, sensibles, emocionadas cuando despertamos y somos reflejo de los
soles guardianas en la cumbre de su alegría. Ven sol…ven. Hemos vivido tantas
cosas que ya no buscamos. Nos encontramos en las entrañas recónditas de
nuestros latidos aun visibles, aun existentes en la conmemoración de una nueva
jornada. Nosotras mujeres, mujeres hechizadas por el curso de estos manantiales
secretos. De ellos beberemos. De ellos nos alimentaremos y llegará el día en
que nuestra vida sea espejo de otras, de muchas otras. Hemos vivido tantas
cosas que el soplo de este viento del norte nos anuncia ya el mañana. Un mañana
donde las flores maduras nos recogerán con sus brazos abiertos”. Y
la altea temblaba, existía un cierto temor, miedo a estas. Sangraban de
prejuicios, de supersticiones elaborada por la propia iglesia…
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Y todo era temblor,
tanto , que los árboles emanados en la misma aldea desprendían sus raíces de la
honda tierra y caía, tanto, que las hojas desparramadas a ras del suelo
agonizaban en un llanto de sangre. Los
rostros se paralizaban y estáticos miraban al cielo. Un cielo inmutable,
sereno, con el los filigranas solares deslumbrados los ojos abiertos de terror
de las gentes de ese pueblo. Se abría la superficie pero nadie caía muerto en
sus fosas, solo el temblor. La culpa los
espantaba, los escandalizaban. No se movían sino dejaba que la mañana dejara
como de costumbre de estremecer sus tullidas seseras. Sí, la culpa. Se sentían
pecadores ante la iglesia, esa gran iglesia construida en medio de esa especie
de ciudad. Cuando acababa, todos, con la celeridad de sus almas adulteradas
iban a ella. A esa iglesia de siglos donde seguro que con sus rezos de rodillas
los salvaría un día más. Entonces, por una de sus columnas salía el cura, el
sabedor de todos los hechos y tempestuoso declamaba una oración. “ Por la fe de
Dios, nuestro dios, nuestro padre nos reunimos aquí como verdad de la
purificación. El os perdona, os salva de cada pecado cometido mientras sigáis
con la promesa de profesar sus reglas, sus palabras ¡oh Díos¡ perdona a estas
personas , personas que algún mal han cometido y por ello perdónalos ¡Alabanza
al señor¡ nuestro Dios. Ya podéis ir tranquilos, la calma viene con el perdón
¡Alabanza al señor¡ Todos con la cabeza gacha murmurando la oración “ Alabanza al señor, que nos perdone. Cual mía
…culpa mía”. Cada cual iba a sus labores, esos quehaceres propios como si no hubiera pasado nada, como si ese
perdón los aliviara por esa jornada de una aldea destinada en una isla en medio
de los océanos, rodeada por los sietes ricos de las siete mujeres.
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Cuando
todos los feligreses se difuminaron en sus deberes el cura de la iglesia salió,
silencio, se dirigió al convento benedictino. Allí, los monjes estaban en
consejo de importancia después de los maitines reunidos donde comían.
Conversando de los sucesos que achacaban a la diminuta ciudad en esos meses. El
abad tomaba la palabra y preocupado por los hechos se llevaba las manos a la
cabeza. El sabía lo que ocurría, mientras, el cura ignorante no encontraba la
solución del por qué ese mal cuando la mañana asoma. Pidió el callar a los
cenobitas que eran monjes sujetos al abad y vivían en el convento. A un
ermitaño que andaba de paso lo miraba fijamente. Tú, serás el elegido ante este
atropello de las mañanas, ante este terror que vive está aldea pecadora en el
continuar de los días. Toco y toco la gran puerta de madera del monasterio pero
nadie abrió, por un momento se fijo en su alrededor y en esos sietes riscos rodeando la aldea.
Ellas culpables, se dijo para sí mismo. Ellas, vengadoras de mi gente los ha cegado
y creen que el infierno con el fin de sus vidas se aproxima, lento, pero se
aproxima. Ellas merecen el peor de castigos, la muerte. El párroco al no sentir
nada entró. Todo era vacío, nadie ambulaba por aquella arquitectura monástica.
Se dirigió al comedor, donde los monjes se reunían pero la puerta de este
también estaba cerrada. Puso su oída en ella y escuchó una voz de su interior,
era el abad. No distinguía muy bien lo que hablaba pero sospechaba que sería
algún tema relacionado con los movimientos de tierra existentes, con el pánico
suscitado en la población. Entró sin pedir permiso lo que el abad con ojos de
furia y severo lo miró. No, no se llevaban bien. Un malestar existía desde hace
años por esas condenas a los más indefensos, por esas torturas habidas sin
solidez que las amparara. Lo echó como se echa la malévola presencia ante los
ojos desteñidos de sufrimiento ¡Fuera¡ dijo. Estamos reunidos. Cuando acabe me
conversaré con usted señor cura. Un señor cura que se sintió tormentoso,
tempestuoso, agrio, áspero, solo. Fue hasta el patio central, miro el cielo las
nubes espesas se iban acumulando en la aldea ¡Brujas¡ ¡Más que malditas brujas¡
, se dijo en tono desaforado…
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En
el origen central del monasterio miro el pozo. Hacía allí se dirigía sus
pisadas cimbreantes, indecisas inmiscuidas en la celeridad de su razón. Una
razón que asoma a un pozo con agua y la lluvia empezaba y la lluvia vertiginosa
y grosera apaleaba su espaldas, sus ropas. No dejaba mirar el pozo, aguas
turbias desfiguraba su rostro. Se veía con un sudor febril que lo conducía a la
desorientación de sus dictámenes ¡ Tu, Dios ¡ ¡Me hostigas con el dolor de mi pueblo¡ ¡Qué decirles¡
¡Qué decirles, te lo suplico¡ El cura muerto en vida, con el temor de tumbas
sobre sus ojos gritaba y gritaba con una voz temblorosa, atizada por el pánico
y el terror. La aldea se hunde cada estación más y más. Y ahora rozando el
invierno que será de nosotros, los siete riscos donde andan esas malévolas
mujeres nos empujan al desorden, al caos ¡Ay Dios¡ no nos aflijas así.
Detenlas, amarraras en la nada, en las tinieblas de la inexistencia. Hay que
acabar con ellas, descuartizar cada parte de sus cuerpos y echarlos a la
hoguera ¡Ay Dios¡ No hay perdón para esas bestias del infierno. Y la lluvia cada
vez más densa, cada vez más desatinada aprisionaba más y más los ojos
descolocados del cura que se enfilaba al pozo. No se conocía, un estado
comatoso recorría su mente enferma, su
mente separada de la realidad ¡No¡ ¡No habrá perdón para esas almas de la mala
fortuna, de sanguinarios sentidos ¡ ¡No¡
¡No habrá perdón¡ ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ De rodillas cayó al suelo donde el
barro y la impertinente lluvia hace de él un amasijo de alma en pena que vaga
en el sin orientación. De pronto, el abad asomado a la puerta lo divisa. Por
sus pensamientos no discurre nada, enfurecido y energético ante la escena
deprimente, calamitosa se dice ¡Pobre diablo¡ Ante la mirada atónita del abad y
sin darse cuenta que se acercaba a él se erguió de nuevo. Otra vez sus ojos descoloridos,
desorbitados se cayeron en ese pozo ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ ¡No¡ ¡No
habrá perdón¡…
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Los
ecos del curo se escuchaban las siete mujeres de los sietes riscos. No, no
había pena. Su dolor era consecuencia de cada castigo aberrante, sangriento de
sus ayeres. Su grito escupía cada alma estrangulada en el ayer, cada rajada
esencia en el curso de su vida. Lo envolvía una lluvia feroz y ante su final la
bruma volvía. En sus ojos se construían espíritus moribundos con sus quejidos.
Las siete mujeres de los sietes riscos reían y reían y cuanto más su alegría
era más potente más contagiaba al cura de fantasmas del ayer, del hoy. Ellas,
no culpaban a los aldeanos en sí. Toda culpa era de él y de sus antecesores.
Las siete mujeres de los sietes riscos con la visión de la bruma que hacía de
velo para el pueblo bajaron un poco de sus alturas, dejaron sus
respectivas caverna para observar como
las cabras descendían por esos siete riscos hasta que la pesada bruma las hacía
invisible. Ellas se quedaron en el límite. Bebían de esa agua purificada y de
la leche que estas habían dejado en unos cuencos de piedra ¡La naturaleza¡
Compenetradas con ellas , con las siete mujeres de los sietes riscos. Se
ayudaban de un gran palo para sus bajadas y subidas. Un palo preparado ante
cualquier tormenta en medio de alguna noche de luna al son de los movimientos
de una hoguera. Las mujeres de los siete riscos no se encontraban, solo con el
canto y sus deseos el efecto de hacer y saber que se encontraban allí. No había
caminos para llegar donde ellas estaban y sus pies abrigados con piel de cabra
eran los únicos que conocían a la
perfección ese remoto sitio. Durante esa mañana y muchas, tras su canto se
sentaban en una roca y silbaban a la brisa. Numerosas especies de pajarillos se
arriban a ellas. Sí, a ellas, a las mujeres de los siete riscos. Con ellas
conversaba lo que la una quería decir a
la otra, lo que la otra quería decir a una. Respiraban profundamente y
el aislamiento al que habían sido sometidas no
lo detectaban en sus rutinas diarias. No, no lo palpaban, la madre
tierra les respondía cuando anhelaban algo, la madre tierra de acuerdo con
todos los seres de aquel lugar las acogía como circulo de bellos respeto mutuo.
Para las siete mujeres de los sietes riscos era una cura, una cura ante todo
ese pasado agónico…
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Llega
la calma allí en los sietes riscos, allí en la aldea. La lluvia enmascarada por
un cielo fielmente celeste perfecto. Una limpieza que hace que todos miran
hacía él y arrodillarse ¡Bendito sea Dios¡, se escucha la voz acoplado a un
murmullo incesante en la aldea. La niebla invisible ahora hace que todos
vivarachos se encadenen a sus rutinas. Las siete mujeres de los siete riscos
miran maravilladas por lo agraciada, por el don de esa tierra. Todo verde que en
contraste con la bóveda celeste daba un cierto aroma a equilibrio, a paz. Se
recogían a las puertas de cada una sus cuevas y desde allí vigilaban el
tranquilo océano, el cotidiano andar de la aldea. Un océano cuya calma les
hacia respirar a las siete mujeres de los siete risco bienestar, benevolencia.
No sabían cuando se verían , pero algún día cuando las normas de la naturaleza
les indicará y se encontrarían. Se darían las manos, se abrazarían, se besarían
y después el retorno a cada una de sus grutas. Cuevas donde ellas hacían cada
una lo que más le gustaba. Comienza una música bella, con sus manos rasgueaba
un arpa construido por ella misma ahí, donde la insonoridad y el sonido de las
olas era sutil. Un arpa con ojos cerrados danzando la melodía de la buenaventura,
de las dulces aves que se posaban a
escucharla. Una música que resonaba en aquellos siete riscos oyéndola
aquellas seis mujeres. Ellas quedaban embelesadas con la exquisitez poblando
cada uno de sus espíritus. Y les entraba
ganas de bailar, así, al son de la mañana, al son del arco iris bienvenido en
aquellos lares. Y bailaban, se dejaban ir en el curso de la música, con su
ritmo, con esas notas agraciadas de calma. Unas notas que se alargaban hacían
debajo de los riscos y llegaba al pueblo. Algunos la escuchaban, otros no. Solo
aquellos que están en discordia con lo que le habían hecho oían la armonía de
su arpa y se alegraban porque aun estaba rondando la existencia y, otros
lloraban por el aislamiento que estaba sometida. Melodía voladora, impregnada
de pétalos de amor para cada uno de los oyentes.
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La
jornada continua, las ballenas que escuchan salen a la superficie y con un
canto a la vez de gratitud y melancólico callan al arpa. Las siete mujeres de
los siete riscos las siente y una de ellas, la que escribe se ve envuelta en
las mareas del ayer. Esas mareas en estado tempestuoso que le arrebataron a su
amado. Como sumisa a un sueño largo comienza a escribir, comienza a recitar ese
pasado arrasado por las corrientes marinas, por un mar de fondo revuelto y
mentiroso que se lo llevo.
Te
veo
Imagen
condicionada por el rumor de las ballenas
Que
aquí están.
Llorar
y llorar
En
el auge de sus cantos penosos
En
lo ancho y mortal del oleaje.
Te
veo
Vienes
a mí,
Lánguido,
con los labios atados al adiós.
Adiós
al amor.
Adiós
a las caricias de tus labios
Adiós
al perfume de tu vientre.
Te
veo
Vienes
a mí,
Con
el amargo aliento del tiempo pasado.
Las
ballenas azules se callaron ante la triste palabra de esa mujer. Todas, eran lágrimas por la angustia de sus versos.
Y el arpa trato de arreglarlo con una balada danzarina, risueña en aquellos
siete riscos. Entonces, la escritora como si de una pesadilla se tratase
despertó. Escucho el ritmo feliz y fue olvido de su pesar. Pesares y pesares,
las siete mujeres de los siete riscos tenían de alguna manera un pesar. Un pesar llevado por el viento
fuerte de las estaciones que pasaban por sus cuerpos. Un pesar lejano que
alguna que otra vez venía pero se iba como portentosa amabilidad y concordia a
su hoy. Un pesar que todos llevamos pero que no se delata de manera
maliciosa sino efervescente construcción
de nuestros pilares en las singladuras que quedan por vivir. Un pesar de todos
los errores de ese ayer de esas siete mujeres de los siete riscos. Sí, ese
ayer, por qué también nos equivocamos y a veces en una infinidad de ocasiones.
Pero bien, así es la existencia, rectifican, borran y toman el relevo bueno
para seguir. Sí, seguir como siete mujeres de los siete riscos en valentía y
fortaleza...Y el arpa era caravana de inquietantes sonrisas para todas, reírse
solas, por qué no. Todo es saludable en esos siete riscos donde todo a veces es
quietud enhebrada por la visión de las sietes mujeres del todo, de la nada…
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¡Márchese¡,
calmo le dijo el abad al cura. Su aspecto es lamentable, ha perdido la razón.
Por la sangre de Cristo, nuestro Dios, ¡márchese¡ Ya tendremos un diálogo usted
y yo cuando su mente se centre, cuando se asee, cuando se limpie de un cavilar
enrarecido en lodazales que usted mismo ha creado ¡Márchese¡ ya es hora, no
quiero que los monjes lo vean así, no soy capaz de dar respuesta a su estado
caótico, destrozado, esto desfavorece a nuestra comunidad. Cúrese primero de
pensamientos nefastos y luego conversaremos. Ya pasaré por la iglesia, cuando
usted se sirva de la buena voluntad y del atemperar de su sesera. Ahora,
¡márchese¡ se lo ruego. El párroco alzo su cuerpo y con su desastrosa sotana,
pálido, mediocre, tambaleándose se fue. Salió confuso del monasterio. El abad
lo vigilaba, lo examinaba de lejos y comentó para sí mismo “ Pobre criatura nacida de las infernales patrañas del correr de los
siglos. Todavía…sí, todavía estamos atravesados por lanzas deprimentes de
juicios falsos, de ideas equivocadas que se han apoderado de su razón. Una
razón que ha extendido en cada sermón a sus feligreses” Se aproximó al
pozo, ese pozo donde el cura miraba y miraba y se arrodillaba. La lluvia fuerte
ya no era presencia, un haz de un sol otoña incidía en sus ojos claros, en su
tez madura. Miro dentro y vio reflejada la luz del día, la nitidez de su agua.
Con sus manos en forma de cuenco bebió de él, sabía que los monjes desinquietos
estaban presenciando el acto. Un acto efímero, un acto de un pequeño instante
donde el tomaba la sabiduría de la vida mientras escuchaba el arpa. Sí, el
también lo sentía y le daba gusto. La verdad se encontraba en esos siete riscos
de las siete mujeres. Un dolor hondo lo embargó. La desdicha de aquellas
mujeres, de esas siete mujeres de los siete riscos lo aprisionaba en una
impotencia. Bebió más agua de ese pozo mientras meditaba, mientras una pequeña
gracia se volcaba a su corazón ¡Qué pasaría por la mente de aquellos monjes en
su actitud¡ Se hacía como el despistado, disimulando que a sus espaldas todos
lo observaban dudosos del continuar de la jornada.
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Los
siete riscos de las siete mujeres, un templo mirando al mar, a la tierra de
esas islas perdidas en la inmensidad de un mundo observado por astros a medida
del paso del tiempo. Desconocidas montañas que barranco abajo, que barranco
arriba respiran lentamente cada instante que concurre en sus raíces. Las siete
mujeres, de los siete riscos abogando por la sonoridad de sus deseos, de esos
sueños reales que tatúan sus venas. Ellas tendrán que da un giro al desorden de
una cultura compulsiva en restos del ayer. Y allí nada cambiaba, todo igual, el
mismo paisaje donde rocas estáticas y flora amarilla como escoba o azul como el
trajinaste lo impregnaba de una sabiduría rara. Dragos en cada secuela de su
piel, agrietado, escarpado, de difícil acceso solo para aquellas siete mujeres
de los siete riscos. Dragos abrazados al lugar como hijos de la tierra , con
sus raíces bien amarradas aquellos terrenos vacíos de amo. Y las siete mujeres
de los siete riscos es a lo único que poseían respecto. Porqué ellos,
dragos cientos de años , las curaban de
todo malestar en sus cuerpos, en su sangre. De cada daño causado en su vida
casi en la intemperie. Incluso bebiendo de el cuando el agua era escasa, cuando
la estación del sol y sequía discurría apresándolas en un calor chillón,
terrible. Así eran mujeres, siete mujeres sanas, verticales, escudos a
cualquier tormenta viniera de donde viniera. Mujeres que abogaban por dignidad
de sus días, esos días enclavados en los siete riscos. Bajaban y subían, subían
y bajaban pero nunca rondaban la aldea.
Por la vertiente norte, por la vertiente sur o como según se mire de sus
riscos iban hasta donde las olas inmersas en nobleza las atendía para que sus cuerpos
desnudos se sumergieran al son de las lunas, de los soles que andaban
amenizando las horas en aquella isla. Era curioso pero ese baño era igual para
todas ellas, a la hora exacta, en el día exacto. La tentación las sacudidas
como hechizo de las olas, de la espuma blanca acariciando la orilla y un jardín
de nubes animadas al son de su entereza. Cuerpos que se sumergían, cuerpos que
emergían con la danza desigual de las mareas.
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Ah, ya estoy aquí, en
mi aldea ¡Ciudadanos¡ Pueblo mía, salid. Salid aquí donde la ejecución será
eminente. Tengo que hablaros, contaros. Todo esto tiene que acabar. Las
malditas hechiceras con olor invisible,
con una maldición callada nos han llevado a la confusión, a un enfebrecido
sudor que nos acorrala ¡Basta¡ Y grito ¡Basta¡ Tenemos que pararlas ¡Detenerlas
en su afán de destrucción, del mal¡ Los
jardines del infierno borraran sus secuelas. Ah, ¡Ciudadanos¡ amigos míos, las
cazaremos como batida de lobas que dan nauseas con sus colmillos . Sí, vosotros
no veis sus colmillos pero yo lo sé, sé que los tienen arrebatados de sangre.
Quieren acaban con esta aldea y ser ellas resonar del poder ¡Venid¡ ¡Venid a
mí¡ No me veis, el insolente insomnio ante las tétricas maldades de estas nos
no dejan respirar, nos asfixiaran hasta que nuestra lengua sea arrancada ¡Ciudadanos¡
Pueblo mío, venid. Ir preparando las antorcha para cuando la noche llegue a
nosotros y ascenderemos a esos siete riscos al encuentro de esas. Mujeres
mundanas, mujeres violentas, mujeres embrujadas en las artes de la magia negra
¡Ciudadanos de este mundo¡ Miradme, mirad como estoy , como están ustedes. El
terror mordiente nos azota y hay que acabar con él. Preparad en el centro de la
plaza las hogueras para cuando sean cazadas. Qué el rumor pase de unos a otros,
todos iremos a esos siete riscos donde Lucifer las oculta. Y así llego el cura
a la aldea, cubierto de barro y desolación, con un quejido que hizo que todos
se arremolinarán a su derredor. Los más creyentes tiritaban de pánico, aquellos
que la fe los cegaba a las palabras de este hombre. Los que no, lamentaban los
gritos, estos no querían la muerte de las siete mujeres de los siete riscos. Y
seguía , y seguía…preparad todo para la noche sin luna venidera, azadas,
cuchillos, espadas, lo más dañino y amenazante que tengáis en mano. Todos pueden
ir, incluso los más pequeños para que vean la verdad ¡La verdad de Dios¡
Repetir conmigo ¡La verdad de Dios¡ No, su estado era anormal, su blancura
verdina los asustaba, sus gritos desesperado los atormentaba. ¡Muerte ven¡
arrímate a esas malhechoras mujeres y estrangúlalas ¡Sí¡ quemarlas, que no
quede rastro de ellas. Por los sietes riscos arrastraremos sus cuerpos de
serpiente hasta aquí, hasta esta plaza donde el fuego las espera y solo serán
cenizas. Barrer y barrer ese jardín marmóreo de la mala fortuna en el saltar de
sus ojos huecos ante las llamas. Así será, Dios mío…así será.
15
Emergieron de las aguas
infinitas, eternas de aquel océano. Desnudas, en la orilla, las caracolas
rezumaba un aviso, una alerta que ellas solemnes escucharon. El canto de las
caracolas a la deriva de la tristeza, con una cierta melancolía y dejadez las
capturaba en un cierto desconsuelo. “ Y
vendrán…y vendrán las tempestades de la mentira y os rasgarán las espaldas,
pesadas, livianas hacia una fosa anónima en el paso de la memoria. Y vendrán…y
vendrán las llamaradas que arderán en vuestras carnes, en vuestros sentidos.
Huid…huid por el amplio monte donde la espesura de las arboledas es oscuridad a
quien intente tocaros. Huid..huid mujeres donde lo cierto ambula en vuestros
corazones. “ Sintieron la voz del
peligro, de la alerta. Inmediatamente el cielo se volvió cenizo, otra vez venía
la lluvia. Ellas, las siete mujeres de los siete riscos , miraban esas nubes
violentadas por el gris más embustero, por el gris más enfermo como la aldea.
Sí, una aldea enferma, diezmada por el correr de los siglos y siglos, estancada
en el miedo a un Dios inexistente, solo, devorador en las palabras de un cura
atrofiado “ Y vendrán y vendrán los hombres
y mujeres de hiel, hienas ensangrentadas del castigo impuesto” Las siete
mujeres de los siete riscos abrieron los ojos cuando la lluvia temperamental
aguijoneaba sus cuerpos. Las siete mujeres de los siete riscos estiraron sus
brazos en forma de cruz y giraron sobre sí mismas. El océano detrás que se
había vuelto de repente plomizo, revuelto, violentado por la tronadora
ventolera que venía “ Y vendrán y vendrán
risco arriba a vuestro encuentro, arrasando el todo, dejando la nada, el vacío
..” Callaron las caracolas y un quejido agónico se desprendió del mar, eran
las ballenas en su grito incompresible del por qué, del por qué tanta sangre
derramada incoherente, ilegible para ellas. Las siete mujeres de los sietes
riscos se detuvieron, con sus manos a ese cielo impertinente, austero se
transmitieron sus ideas, pensamientos consecuentes tras aquella llamada a la
huida. ..
16
Nos
ausentaremos en cavernas donde el milagro del olvido nos conquiste, seremos
esclavas de la libertad, del alma acogidas por racimos de paz. Dormiremos hasta que la noche nos avise, una
noche de luna huída por las tierras aplastadas por terror. Vendrán con sus
antorchas y quemarán estos siete riscos donde nosotras somos aves inquietas con
la sensación de la sabiduría. Dormiremos como muertas en el largo sueño otoñal
de las esferas de la soledad. Vendrán a por nosotras y la fuga será invisible a
esos que nos castigan, que nos calumnias con sus llamas de un infierno
inexistente. Las siete mujeres de los siete riscos
ascendieron a sus respectivas cuevas, se envolvieron en el sueño oportuno de la
mañana, de la espera que el redoblar de las campanas las avisarán para el
escape. No, no querían morir aun sin dejar huellas de ellas, deseaban que su
rastro fuera ciego solo para aquellos entorpecido, obtuso, obsoleto en la lucha
por el bien y el mal de su Dios. No , no se dejarían cazar por aquellos
inversos a sus creencias. Dejarían que la verdad la esculpiera el tiempo, un
tiempo que recorre cada una de las siete mujeres por igual, cada una con sus
conocimientos compartidos por la fragancia del otoño. Umh, el otoño acecha
voraz, feroz cada lágrima derramada en el monasterio. Las noticias han llegado
y el abad confuso pero vertical lo asume. Todavía en ese pozo donde la lluvia
desbaratada cae con sus pedruscos se deja ir en su cavilar. Siempre lo mismo , historia tras historia,
este mundo estrecho en sus actos, en sus pensamientos. Siempre lo mismo, la
verdad oculta son aguijones que apresa a la mayoría de estos aldeanos. Una
verdad oculta que enfermiza febrilmente , contundente al guía espiritual de
estas gentes. Pobres gentes consumidas por ideas fallidas. Siempre lo mismo,
todo se repite, todo es cíclico, un acto criminal es opresor de la libertad, de
lo cierto donde quiera que estemos establecidos. No, no hay paz ni la habrá…
17
Lluvia
torrencial imparable para luego sangrar por la boca, por corazones, por
pulmones, por el alma caída en el abismo. La muerte negra había llegado de
manera insospechada, de manera silenciosa. La muerte negra, la negra muerte
reventando cuerpos que huían a no sabe donde en el eco del mediodía. En su
celeridad, en su devastación impertinente, inesperada fueron olvido de la
cacería de la noche sin luna. Un gemido hosco y cruel emanaba de las gentes de
aquel pueblo asentado entre los siete riscos de las siete mujeres en medio del
océano. El cura miraba fijamente la figura de un Cristo que también sangraba
por sus poros. El terror y la desesperación lo poseyeron de nuevo. No, no
alcanzaba el por qué de toda esta circunstancia materializada en sus cuerpos. Poco a poco la iglesia se fue llenando de
vagabundos de la muerte negra, de la negra muerte. Niños, mujeres, hombres,
todos caían en los precipicios de una fosa común emanando por la boca
imparables hemorragias, imparables de inteligencia rota. La nada. Toda la aldea
enferma un castiga del cielo se les había enviado, un azotar de Dios. El cura,
lívido, febril, atónito abrazó los pies de la figura que veía insana, enferma
en la decadencia, en la tristeza. “La
maldición esta corrompiendo nuestros ciudadanos. Cristo, mi amor ¿qué hemos
hecho ahora? No comprendo, no alcanzo a entender esta persecución del mal sobre
estos pobres. Todo es rojo, rojo oscuro. Dime, dime algo. Construiremos una
ermita allí. Sí, allí, donde los cuerpos de las almas perdidas caen. Solo quejido
y más quejido bajo este techo, tu casa. Solo muerte y más muerte en estas
tierras sombreadas por el poder oscuro, por el poder de las tinieblas en la
destrucción, en la ruptura de la vida. “ Rápido el párroco reaccionó,
campanas al galope anunciando el horror, el miedo, la muerte. Ordenó la
construcción de una especie de ermita en una zona ajena a la aldea y que
llevaran a los poseídos por el diablo allí, a todos indicó que los enterrasen
para edificar esa especie de santuario a Dios para el perdón de los pecados.
18
Deus ad jutorium meum intende. La
lluvia era torrencial a eso del mediodía. El abad desde su celda concurrió a
las campanas dando la orden del rezo, de ese ofrecimiento a Dios de todos los
monjes estuvieran lo que estuvieran haciendo. Era la hora sexta, hora donde
todos con sus quehaceres oraban. El abad de aquel pequeño monasterio llegadas
las noticias de la aldea no muy lejos suplicaba por la cordura de los que la
habitaban y más para el cura que los guiaba en su comunión con Dios. Se sentía
en la pena, baldío, envejecido. Umh, como le gustaría que todos se enterasen
que la naturaleza había enviado la muerte oscura, esa epidemia que iba
gangrenando a cada uno de ellos. El sabía dónde estaba la cura, quien podría
pararla. Respice,quasumus, domine, super
hane familiam tuam. Proqua Dominus noster Jesús Christus non dubatavit manibus
tradi nocentium, et crucis subiré tormentun… Y cómo llegar se preguntaba, como hacer para que aquellas
siete mujeres de los siete riscos fueran
sanadoras de esa población. Esa población ofuscada por la palabra hipócrita,
por la idolatría, por la locura de la religión. En su rezo pedía perdón por ese
estado inconsciente de una aldea dislocada, destartalada. María,
madre de gracia. Madre de misericordia defiéndenos del enemigo en nuestra
última hora. Cuando terminó de orar se arrodilló frente una pequeña ventana
de su celda. Desde allí el humo resquebrajaba sus sentidos. Todos los cenobitas
del monasterio lo sabían. Una catástrofe estaba matando a los aldeanos, a ese
pueblo entre los siete riscos de las siete mujeres. La peste toma acción
en su detrimento, su fallecer, su
decadencia, su caída. Una mezcla de cuerpos quemados y hojas húmedas penetra en
su pausada respiración. Umh, se dice para sí mismo inspirar y espirar hasta que
la calma acuchille su estómago. Meditabundo mira el crucifijo sobre su camastro
la luz de la virgen , de los ángeles rebota por las paredes de su cuarto. Umh,
se siente observado por la salvación, por la idea precisa para erradicar la
muerte oscura de esas gentes.
19
La luminosidad tórrida,
gris, apagada, lánguida de la aldea llegó aquellos siete riscos de las siete
mujeres. Ellas , en la cima, con un mar de nubes bajo sus pies no eran capaces
de ver lo que ocurría. Pero las noticias, el mensaje llega a esos siete riscos
de las siete mujeres. Un mensaje enviado por el abad a través de sus sentidos,
un pinzón azul se posó en cada uno de los hombros de aquellas mujeres. Un
pinzón azul que irradiaba energía, la luz eclipsada de las campanas del
monasterio naufragas de algún mal. Espíritus flotantes las abrazaban y ellas
como hijas de aquellas tierras, de aquellos siete riscos se abrazaron a un
drago. Dragos que les ofrecían el poder de la sanación, de la curación de
aquella aldea enferma. Sí, la savia que corría por aquellas venas de aquellos
fuertes arboles les servirían de escudo ante la devastación, ante el terror
inundado aquellas gentes. Dirigidas por el motivo y las sensaciones de la
partera hicieron de igual manera los cortes aquellos dragos. Cogieron sus
respectivos cuencos y bebieron de él y cantaron y cantaron hasta que la sexta
se prodigará en el monasterio.
Te
llamamos a ti madre tierra con el suculento palpitar de nuestras almas a que
sacudas el mal infundado en esas gentes. Que la mala muerte se desvanezca hasta
tus entrañas y se aleje de este jardín de los mares. Te llamamos a ti madre
tierra con el latido de corazones rajados a que evoques el bien para estos
inocentes. Que la mala muerte sea vencida por la claridad de sus miradas
animadas al son de una vida que retorna después de la lucha. Te llamamos a ti
madre tierra con el purificar de este aire que respiran hasta caer en las
tumbas del abismo. Que la mala muerte sea huida lejos, muy lejos donde no haya
cabida para el recuerdo, solo, el olvido.
Los pinzones azules
retornaron a la abadía y le dieron de
beber gotas de los dragos al abad y a todos los monjes que allí convivían. Y
todos oraron por aquellas siete mujeres de los siete riscos. Y el abad inmerso
en felicidad se ilumino de un halo especial, de un halo blanco que le dio paz y
serenidad. Y el abad toco de manera especial las campanas, seguían un cierto
ritmo musical que hacía que los monjes sonrieran como guiño a lo misterioso, a
lo indómito. Y chaparrón se detuvo, esas nubes tétricas dieron paso a un sol
radiante, maravilloso, bello , cómplice de aquel abad y las siete mujeres de
los siete riscos. Una potencia casi
imbatible, pensaba. Miraba la ermita de donde los muertos habían sido
resucitados como si la nada los atemperase, como si el silencio contundente de
su razón los hubiera abrazado.
20
Un astro rey dando
alimento a la aldea después de la tormenta otoñal. Una ermita edificada en la
fosa de la muerte. Y todo parece detenerse, y todo parece volver a la
normalidad. Manos como raíces saliendo de esa tumba común con ojos vibrantes en
existencia ¡La vida¡ El cura no puede creer lo que ante sus ojos late ¡La vida
otra vez¡ Una estrella de no sabe donde se evapora en aquella aldea donde,
astros que en su efímero estado atenúan el desorden, el caos y muertos
renacidos de las entrañas de la tierra como si no hubiese pasado nada. Todos volvieron a sus labores desmemoriados
del suceso espantoso. En un mundo aparte el párroco, con su sotana raída estaba
incrédulo. Por sus arterias corría desenfrenadamente la maldición. Las fuerzas
demoniacas se habían apoderado de aquella aldea de los siete riscos, creía. .
Una potencia casi imbatible, pensaba. Miraba la ermita de donde los muertos
habían sido resucitados como si la nada los atemperase, como si el silencio
contundente de su razón los hubiera abrazado. ¡La magia negra a caído sobre nosotros, sobre ellos¡ Pobres criaturas
de Dios, amnésicos en lo ocurrido. La ermita está ahí a medio construir, sus
cimientos no son fuertes y veo como se derrumba en la vida de estos. El pueblo,
mis ciudadanos están ciegos. Yo haré que regresen a la realidad ¡A la caza¡ ¡A
la caza imperdonable¡ Son ellas. Sí, ellas las que traen la locura, el
desbaratar de estas gentes. Me arrodillo ante ti, Dios. Haré todo lo imperioso
posible por acabar con esta tempestad de hechizos oscuros. Nada comprendo señor
mío. Estoy confuso, se desencadena cierta inestabilidad en mi cabeza y
extasiado fervientemente espero tu ayuda. Socórrame señor ante esta embestida.
Dime los pecados de estos ignorantes para tanto y tanto azotamiento desbocado. En
cruz y boca abajo calló en la tierra. No, no entendía lo ocurrido , neblinas
emparedaban sus ojos, sus oídos, sus bocas.
21
Se hizo una pausa, un
tiempo que se paraba y distanciaba cada suceso transcurrido en el curso de las
almas de esa aldea de las siete mujeres de los siete riscos. Una detener que
hacía que las olas callasen, que hacía que los pajarillos silenciaran, que
hacía que el abad estático visionara lo que no es posible ver, el milagro, que
hacía que el cura absorto y paralizado se introdujera en un ronronear de vacío,
que hizo que todos los aldeanos, todos los lugareños se quedaran quieto
mientras el sol de filigranas incidentes sobre aquella isla no avanzara en el
tiempo. Un tiempo en quietud, con la solemne eternidad de movimientos
eclipsados. Las siete mujeres de los siete riscos en sus respectivas cuevas
lloraban y lloraban mientras el todo era
la nada. Arroyuelos salados desembocando en la calma de aquel jardín sin flores
del pueblo. Diminutos ríos que llevaban el hechizo a todas las gentes de manera
ferviente, viva, alegre. La alegría de la vida repartiéndose en todas las casas.
Luces y sombras vivían juntas en el recorrer de los años. Luces y sombras
amparados en el regazo de un sueño que ahora agazapaba a las siete mujeres de
los siete riscos antes de la partida, de esa huída verdadera ante sus
opresores. Muy vitales para la muerte circulaba por la mente de cada una. Un
aliento lanzado a las mareas, un suspiro…uhm…alcanzando el sosiego, la
tranquilidad de puentes girando en torno a la existencia en vertical. Un
horizonte también lisiado de armonía. Solo un arco iris daba animadas sonrisas
a estas siete mujeres de los siete riscos. Un arco iris cuasi eviterno en ese
otoño involucrado en la lucha. Todos quieren vivir, que la mortandad no sea
ajustada hora de sus singladuras. La respiración atenuada, vendada para todos.
Una descomunal insonoridad inundaba aquella pequeña ciudad de los siete riscos
de las siete mujeres. Y un aliento
lanzado a las mareas, un suspiro…uhm…
22
La masa solar se evade,
¿vendrá mañana? ¿seremos crepúsculo de su tibieza o oscuros lodos arrollando
hasta expirar? Un horizonte magnífico entablaba conversación con el abad. Sí,
ere abad incrustado en sus estudios de la razón humana, de su historia. Eran
horas de vísperas de nuevo las campanas
trotaron de manera calma, de manera nostálgica sin saber muy bien, de manera
melancólicas. Los monjes las escuchaban y todos fueron conducidos a la oración
cada uno de su celda. Un firmamento violáceo anaranjado los venia a visitar
como de costumbre en esa estación, un firmamento donde la llamada a las
estrellas era temprana, precoz. Todos rezaban mientras el abad profundamente
aturdido, confuso, inmerso en sus pensamientos le llegaba el perfume de los
siete riscos de las siete mujeres. Ellas, salvadoras de todo mal que rondaba la
aldea sin que nadie se diese cuenta, solo él. Puede ser que el tiempo las
salve, se decía. Sí, el tiempo. Ahora la oscuridad es sombra que viene, una
oscuridad que nos mece en la duda Qué será…qué será del nuevo día, si viene. Hoy
ha ocurrido un milagro, un milagro que logro entender pero que se me escapa de
las manos. Ellos no se dan cuenta, solo están comprometidos con la sangre, con
una religión, nuestra religión, como si fuera látigos a la diversidad del ser.
Qué Dios me perdone, pero estas tierras están mal, muy mal. Un atraso certero
las empobrece en la razón de sus habitantes. Lunáticos, diría. Sí, digo. Te
digo a ti señor que se que me escuchas donde está la verdad sin ellos o si en
ellas. Según mis indagaciones, mis contemplaciones, la verdad y la realidad
están en esos siete riscos. No comprendo por qué lo justo lo abandonas, lo
marginas. Está noche irán a por ellas y qué ser …qué será de sus luchas, de su
verdad. Lo siento mi señor por no ser alabanza en la caída del sol. No…no puedo.
No comprendo cómo dejas almas al abandono, a la soledad, al aislamiento. Y no
es que haya puesta cerrojos hacia ti pero, me haces caer, dudar. Mira, mira mis
lágrimas. Ahhh…no…no puedo creerte. Ahhh…tanto y tanto sufrimiento.
23
La
noche , la noche. Su llegada es infernal. Todos estaban a las órdenes del
párroco incluso aquellas que no lo creían, el miedo tomaba poder ante alguna
represalia, ante algún duro castigo. Todos se amontonaban en la plaza donde
giraba aquella aldea con las siete cruces preparadas para cuando las
encontrarán. El cura se subió sobre un pedestal y con crucifijo en mano dictó
las órdenes. Parecía seguro, un tanto agresivo, mostrando una cierta serenidad
para darle impulso aquellos habitantes de los siete riscos. Todos con antorchas, todos con sus utensilios punzantes,
amenazantes se tornaron a la caza en la noche oscura del otoño. Deprisa,
deprisa, decía este. Y cada grupo , divido en siete fueron hacia esos siete
riscos de las siete mujeres. Y las siete mujeres adivinas de todo movimiento de
aquel desbaratado representante de Cristo huyeron de los siete riscos. Cogieron
sus largos palos y de roca en roca se adentraron en la masa arbórea de la
Laurisilva. Helechos gigantes, musgo en
cada pisada, arboles que se ramificaban a ras de la tierra, hojas casi muertas
crujiendo en sus pasos y la nada y el vacío. Imposible de hallarlas en aquel
enredo de árboles milenarios, imposible de avistarlas en la noche
absoluta. De repente un pájaro negro
voló en cada uno de aquellos riscos haciendo sombra espectral a esos que
querían apresarlas. La superstición
decía que si te encuentras con tal ave caerían desgracias infinitas sobre
aquellos ojos que lo avistan. No, no las encontraron, dieron media vuelta y
volvieron a la aldea pausados, cohibidos, sin palabras. Allí estaba el cura con
su sotana despedazada negra. Los miraba severo, violento, convencido de que
otro mal había caído sobre ellos. Una magia negra que los hacía volver con las
manos vacías, con las antorchas apagadas, con un silencio estremecedor,
agujereando sus sentidos. ¡La cobardía se
ciñe en vuestras carnes¡ ¡Venid aquí si sois valientes¡ ¡Traerme esas antorchas
porque las cruces comenzarán a llamear¡ ¡Yo, hijos de Dios iré a buscarlas¡
¡Venid aquí si sois valientes¡ La noche no es eterna y tenemos que hallarlas,
ellas son la maldición, la muerte fehaciente de este lugar. Y aun así ¿tenéis
miedo? ¡No¡ Sus cenizas las repartiremos en ese mar que nos rodeas para que las
abriguen el abismo, la putrefacción ¡Dadme ya un cuchillo¡ La luz no la
necesito. Con mi olfato las encontraré y las traeré con el cuello rebanado
hasta estos fuegos. No, no os necesito. Pero quien se considere lo
suficientemente recto en su fe a Dios que venga conmigo ¡Ya es la partida¡ Todos
agacharon la cabeza. El partió en su soledad, con la venganza puesta en sus
sienes sudorosas. No miraba para atrás, le daba igual que vinieran o no. Iba a
por ellas, por cada una esas siete mujeres de los siete riscos. En sus pisoteadas
iba declamando un rezo, un orar en voz alta que a todos los mecían un crítico
pavor. Se preguntaban dudosos qué hacer, qué hacer. Cruenta mors est infernum, repetía sin cesar. Y sin parar su paso tomo la celeridad del
rayo. Los aldeanos levantaron la cabeza y lo escuchaban y algunos lo siguieron.
24
Cazadas.
Amarradas . Arrastradas. Sangre que manaba como ríos hasta llegar a la plaza del pueblo. Todos ya lo sabían,
incluso, los monjes benedictinos. El abad en medio de la oración de despedida
de la jornada solo rogaba por la pérdida de esas almas en la ignorancia. En el
monasterio todos asumían la derrota humana ante la mentira, ante los ataques
imparables de las supersticiones. Todo había acabado, las traían pueblo como
saco de excrementos que han de quemar para la liberación de sus pecados. El
cura, orgulloso, con el odio en sus venas las mando atar a cada una de las
siete mujeres de los siete riscos en las cruces donde las llamas ya alcanzaban
su pie. Ellas estaban con los ojos abiertos, ojos que miraban a cada uno de los
asesinos, de los cobardes. Y el fuego fue creciendo, un olor carne braseada
despuntaba en la noche. Y de repente sus vientres se abrieron y sus ojos se
cerraron, de ellos, manaron plateados pinzones proclamando el fin, el fin de
aquella aldea en el océano remoto. Esa aldea de los siete riscos de las siete
mujeres. La tierra se rajo y abrió y el magma de las profundidades de sus
entrañas comenzó a vomitar sobre aquella pequeña ciudad, sobre aquellos ojos
aterrados ante el error. Y los monjes decían la oración del adiós, de la
muerte.
v.
Deus, in adjutorium meum intende.
r. domine, ad adjuvandum me
festina.
v. Gloria Patri, et filio, etc.
Dadnos, señor, buena muerte por
vuestra santísima muerte.
María madre de gracia,
Madre de misericordia,
Defiéndenos del enemigo
En nuestra última hora.
v.
christus factus est pro nobis obediens usque ad morten.
r.
morten autem crucis.
r.
ut digni efficiamur promisionibus Christi.
Oremus
Respice,
queasumus, domine, super hanc familiam tuam, pro qua dominus noster Jesus Christus
non dubitavit minibus tradi nocentium, el crucis subire tormentum.
Defende,
quaesumus, Domine, B.P.N. Benedicto intercedente, istam ab omni adversitate
familiam, et tibi toto corde prostratm ab hostium, et in hora mortis, tuere
clementer indiis. Per Christum Dominum nostrum. Amen.
Y
la isla quedó envuelta en una masa de tinieblas, neblinas, con un olor ácido
que solo podía respirar aquellos pinzones plateados que volaron lejos , muy
lejos. Más allá del horizonte donde los sueños de las ballenas cabalgaban junto
a ellos.
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