domingo, diciembre 16, 2018

LOS SIETE RISCOS...CONTINUARÁ


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Y  corría el siglo XVI, los riscos se amontonaban en siete , en siete diabólicas cavernas, según decían, de mujeres expulsadas del pueblo. Siete eran ellas, Siete  almas vigilante de las cimas de todo lo que cursaba abajo, en la aldea. Sus miradas se perdían en las nieblas de un otoño precoz, duro, cruel, sombra de sus ojos blancos de tanta oscuridad. Fueron arrancadas de sus vidas cotidianas con el rajar de sus quehaceres , de sus saberes. Una escribía lo censurado, una leía lo prohibido, una sanaba con sus manos maduras en la noche cuando lo prohibido saltaba la muralla, una era partera con los métodos por ella misma creados y malignos ante la comunidad, una era música de las bellas melodías en un convento donde todo era clausura, una era en sus pensamientos vestía trajes de hombres y cabalgaba más allá del horizonte donde las olas rajan la libertad y llegamos la última aquella que pintaba todo mal de aquella sociedad y sus creencias.  Ahora vivían en el aislamiento, en esos riscos donde nadie podría llegar, donde nadie debía ir. Las llevaron para que ellas mismas se cruzarán con su propia muerte habiendo ya sido torturadas en esa atmósfera enrarecida de una aldea donde las órdenes la dictaba la iglesia.  Una religión manoseteada por cruces en la deriva de todo lo que era pecado. Nacer mujer ya lo era en sí, catalogadas como bestias del callar y de la nada. Una sociedad marcada por hombres recelosos, envidiosos, usureros de su potencial, de su fuerza. Siete eran ellas, siete almas vigilantes en las cimas de los riscos. Mujeres con cicatrices ante la devastación de sus cuerpos ante el más cruel de los castigos. Amarradas por las manos, por las piernas, por el cuello, por la cintura. Arrastradas ante un público hermético , carcomidos por ideas erróneas. Pasadas por hogueras donde el fuego y la muerte jugaba a las carcajadas de las miradas que creían que serían su salvación, miradas hechizadas por el santo oficio. Siete riscos, siete mujeres. Desnudas, que solo se alimentaban de la dejadez de los campos cultivados cuando la noche llegaba.



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Los siete riscos con formas dispares , con rocas amorfas y filamentosas que prohibía todo pasa para cualquiera de la aldea. Una aldea grande, conformada por una iglesia donde epicentro de sus movimientos. Una arquitectura amplia, convencida de que así llegaría a su Dios ¡Qué Dios¡, me pregunto. Un Dios erguido en la conciencia de sus fieles a ras de la muerte de la libertad, de la paz. Todos asentados en ella como si fuera tempestad que no hay que despertar sino elogiarla, levantarla, pulirla de rezos y rezos a cada momento cuando las campanas replican. Todo lo demás era tierra, tierra fértil donde se quiera que se mirará y más allá envuelta por un mar precipitado en cierto punto de un mundo donde se creían únicos, exclusivos de su adorado Dios. Una isla, sí es solo una isla en medio en el más extenso de los océanos y solo una orden inducida a las más severas penas cuando alguna alma propagaba su lucidez. Todos ojos cerrados. Todas riendas de una fe ciega. Todos ignorantes de las verdades de aquellas siete mujeres de los siete riscos. Ahí la nada soportaba con todo su esplendor el espectáculo más allá de las mareas. Ellas podían ver, cada una en su risco, otras maneras de vida, otras formas de absorber la frenética brisa fuerte del otoño, del invierno, de un día cualquiera. De los siete riscos caía en su larga cabellera hasta llegar a la aldea todas las formas de naturaleza de aquella ínsula. Tabaibas, cardones y un etc  de elementos nacidos de la madre naturaleza. Llegar a los sietes riscos era prácticamente imposible, solo las siete mujeres, solo los aborígenes antecesores de la  mentira danzaban con sus saltos en ellos ayudados por un palo, un palo grande. Nadie lo sabía pero, allí, en los siete riscos ya había sido habitado. No por estas siete mujeres sino por las vidas ahora esclavas de sus antecesores. Vidas calladas en el tortuoso trabajo diario. Vidas amputadas ante el poder aberrante de unas creencias que empoderaba el rechazo. Vidas tratadas como absurdas, bajas, menospreciados por aquellos considerados avanzados.


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Los siete riscos cuando eran amenizados por la corriente del alba tomaban la tonada de la madre tierra, de esa siete mujeres presas en la soledad y el callar. Amanecía con la tonada de un otoño soleado que incidía en una de las cuevas a medida que tiempo recorría el horizonte eterno. Ellas, llevadas por el despertar esbozaban cierto grito en medio de aquel virgen espacio. Las sietes se acercaban a la entrada de la cueva y cerraban cada una mientras el movimiento del sol las seguía los ojos. Elevaban los brazos como ola que viene y las llevan a una respiración profunda en medio de rocas laváticas de miles de años. Ellas, las siete mujeres , no se conocían , solo, el aliento gélido de la mañana llevaba cada una de sus voces, sus siete voces a la otra. Por ello no se sentían solas en ese templo natural del silencio. Solo, salpicado por algún ave a la caza de su presa. Luego, se miraban sus manos, en ellas giraban todo el placer humano, de sus sentidos destinado al aislamiento pero con la confluencia de la naturaleza. Abrían los ojos, los catorce ojos paulatinamente y con el ritmo del astro rey y examinaban todo lo que tenían a sus alrededores. Hondas, profundas se sentían satisfechas, cada una en su risco. Riscos que marcaba el paso de horas a medida que ellas cantaban la canción del abandono, del desahucio de la aldea donde habían nacido, crecido con las vertientes negativas para otros. Ellas, las siete mujeres de los siete ricos se hallaban en la plenitud, eran felices. Aunque el otoño apriete el crepúsculo del día las atizabas de una alegría inmensa. Una alegría ausente en las mentes escalabraras de la aldea, la enorme aldea. Y el canto empezó cronometrado por la naturaleza, cada una anunciaba en ese  chillido desmesurado sus deseos, sus propósitos. …


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He dicho tantas cosas
En el moliente sendero de alas caídas
Que soy encuentro con la voz dormida
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
En la muralla de lo oscuro
Que ahora me busco, me encuentro
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Donde se agazapa frágiles pensamientos
Que ya no escucho, que ya no menciono
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Donde impera la mentira de los amaneceres
Que en el silencio despierto
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Muertas en el olvido, desheredadas
Que soy espíritu vertical
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Rotas en el empeño sordo
Que ahora soy vigía de luz
En los vientos nortes.
He dicho tantas cosas
Donde el cansar se acuesta a mis espaldas
Que ahora libre curso los deseos
En los vientos nortes.

Y las siete mujeres de los siete riscos así cantaban, cada una con su paso, cuando el turno las alumbraba en el eco del amanecer.  Se acogían un cielo despejado pero de nubes venideras de lluvia. La aldea estática parecía también circular en sus hábitos cotidianos, costumbres presas del miedo, del terror a la cruz en llamas apagadas en cada recoveco de su inmensidad. Ahí viene la lluvia, riscos plagados de arroyuelos aletargados que ahora eclosionaban con el valor corriente abajo. Y las siente mujeres dde los siete riscos continuaban cantando la misma balada del alba. El alba…el alba impregnado por el renacer de lo verde en un lugar yermo, áspero, usurero. Tierra agradecida cuando unas pocas gotas acarician su piel libre, a la intemperie de las emociones. Libre como las siete mujeres de esos siete riscos. Alimentadas por el delicioso y frágil aroma de la naturaleza, de lo salvaje…


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Los lamentos aparte, desconocido para estas siete mujeres de los sietes riscos. Se sentían conformes con las pisadas dadas cuando su vida se abriga de la aldea, de la gran aldea. Ellas seguían con el tarareo inacabable con el paso de ese amanecer tan pletórico para cada una de  ellas, como si nacieran de nuevo enroscadas a la fortaleza de lo bonancible, de lo bueno para ese estado ahora de cárceles prendidas por cada uno de los siete riscos. El remordimiento de cada una de sus hechos, de sus cavilaciones, de sus actuaciones las llevaba a erupcionar como hijas de callados besos, de callados caricias a medida que las estaciones pasaban. Sí, erupcionar con la respiración profunda de sus sentidos, siempre, en vertical . Ausentes de la necesidad de comunicación con cada uno de los aldeanos. Cada una de ellas sabía que se encontraban ahí, en cada uno de los riscos al derredor del extenso pueblo. Es como si fueran vigías eternas de lo que allí debajo pasaba. Satisfechas con cada acción del ayer seguían con la tonada a medida que la mañana se estiraba hasta el gozo del sol en su plenitud. Una plenitud que las llevaba a un canto unísono, un canto que hacía siempre estremecer la faz donde ambulaba aquellos que se burlaron, que atacaron, que manipularon para que las siete mujeres de los siete riscos terminarán así. “ Vivir, vivir y vivir. Hemos vivido tantas cosas , tantos hechos que ahora somos hijas de sutiles palpitaciones de las aves que nos abrigan cuando la mañana gira y gira entornos a nuestras manos satisfechas, sensibles, emocionadas cuando despertamos y somos reflejo de los soles guardianas en la cumbre de su alegría. Ven sol…ven. Hemos vivido tantas cosas que ya no buscamos. Nos encontramos en las entrañas recónditas de nuestros latidos aun visibles, aun existentes en la conmemoración de una nueva jornada. Nosotras mujeres, mujeres hechizadas por el curso de estos manantiales secretos. De ellos beberemos. De ellos nos alimentaremos y llegará el día en que nuestra vida sea espejo de otras, de muchas otras. Hemos vivido tantas cosas que el soplo de este viento del norte nos anuncia ya el mañana. Un mañana donde las flores maduras nos recogerán con sus brazos abiertos”.  Y la altea temblaba, existía un cierto temor, miedo a estas. Sangraban de prejuicios, de supersticiones elaborada por la propia iglesia…


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Y todo era temblor, tanto , que los árboles emanados en la misma aldea desprendían sus raíces de la honda tierra y caía, tanto, que las hojas desparramadas a ras del suelo agonizaban en un llanto  de sangre. Los rostros se paralizaban y estáticos miraban al cielo. Un cielo inmutable, sereno, con el los filigranas solares deslumbrados los ojos abiertos de terror de las gentes de ese pueblo. Se abría la superficie pero nadie caía muerto en sus fosas, solo el temblor.  La culpa los espantaba, los escandalizaban. No se movían sino dejaba que la mañana dejara como de costumbre de estremecer sus tullidas seseras. Sí, la culpa. Se sentían pecadores ante la iglesia, ese gran iglesia construida en medio de esa especie de ciudad. Cuando acababa, todos, con la celeridad de sus almas adulteradas iban a ella. A esa iglesia de siglos donde seguro que con sus rezos de rodillas los salvaría un día más. Entonces, por una de sus columnas salía el cura, el sabedor de todos los hechos y tempestuoso declamaba una oración. “ Por la fe de Dios, nuestro dios, nuestro padre nos reunimos aquí como verdad de la purificación. El os perdona, os salva de cada pecado cometido mientras sigáis con la promesa de profesar sus reglas, sus palabras ¡oh Díos¡ perdona a estas personas , personas que algún mal han cometido y por ello perdónalos ¡Alabanza al señor¡ nuestro Dios. Ya podéis ir tranquilos, la calma viene con el perdón ¡Alabanza al señor¡ Todos con la cabeza gacha murmurando la oración “ Alabanza al señor, que nos pernode. Cual mía …culpa mía”. Cada cual iba a sus labores, esos quehaceres propios  como si no hubiera pasado nada, como si ese perdón los aliviara por esa jornada de una aldea destinada en una isla en medio de los océanos, rodeada por los sietes ricos de las siete mujeres.


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Cuando todos los feligreses se difuminaron en sus deberes el cura de la iglesia salió, silencio, se dirigió al convento benedictino. Allí, los monjes estaban en consejo de importancia después de los maitines reunidos donde comían. Conversando de los sucesos que achacaban a la diminuta ciudad en esos meses. El abad tomaba la palabra y preocupado por los hechos se llevaba las manos a la cabeza. El sabía lo que ocurría, mientras, el cura ignorante no encontraba la solución del por qué ese mal cuando la mañana asoma. Pidió el callar a los cenobitas que eran monjes sujetos al abad y vivían en el convento. A un ermitaño que andaba de paso lo miraba fijamente. Tú, serás el elegido ante este atropello de las mañanas, ante este terror que vive está aldea pecadora en el continuar de los días. Toco y toco la gran puerta de madera del monasterio pero nadie abrió, por un momento se fijo en su alrededor  y en esos sietes riscos rodeando la aldea. Ellas culpables, se dijo para sí mismo. Ellas, vengadoras de mi gente los ha cegado y creen que el infierno con el fin de sus vidas se aproxima, lento, pero se aproxima. Ellas merecen el peor de castigos, la muerte. El párroco al no sentir nada entró. Todo era vacío, nadie ambulaba por aquella arquitectura monástica. Se dirigió al comedor, donde los monjes se reunían pero la puerta de este también estaba cerrada. Puso su oída en ella y escuchó una voz de su interior, era el abad. No distinguía muy bien lo que hablaba pero sospechaba que sería algún tema relacionado con los movimientos de tierra existentes, con el pánico suscitado en la población. Entró sin pedir permiso lo que el abad con ojos de furia y severo lo miró. No, no se llevaban bien. Un malestar existía desde hace años por esas condenas a los más indefensos, por esas torturas habidas sin solidez que las amparara. Lo echó como se echa la malévola presencia ante los ojos desteñidos de sufrimiento ¡Fuera¡ dijo. Estamos reunidos. Cuando acabe me conversaré con usted señor cura. Un señor cura que se sintió tormentoso, tempestuoso, agrio, áspero, solo. Fue hasta el patio central, miro el cielo las nubes espesas se iban acumulando en la aldea ¡Brujas¡ ¡Más que malditas brujas¡ , se dijo en tono desaforado…


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En el origen central del monasterio miro el pozo. Hacía allí se dirigía sus pisadas cimbreantes, indecisas inmiscuidas en la celeridad de su razón. Una razón que asoma a un pozo con agua y la lluvia empezaba y la lluvia vertiginosa y grosera apaleaba su espaldas, sus ropas. No dejaba mirar el pozo, aguas turbias desfiguraba su rostro. Se veía con un sudor febril que lo conducía a la desorientación de sus dictámenes ¡ Tu, Dios ¡ ¡Me hostigas  con el dolor de mi pueblo¡ ¡Qué decirles¡ ¡Qué decirles, te lo suplico¡ El cura muerto en vida, con el temor de tumbas sobre sus ojos gritaba y gritaba con una voz temblorosa, atizada por el pánico y el terror. La aldea se hunde cada estación más y más. Y ahora rozando el invierno que será de nosotros, los siete riscos donde andan esas malévolas mujeres nos empujan al desorden, al caos ¡Ay Dios¡ no nos aflijas así. Detenlas, amarraras en la nada, en las tinieblas de la inexistencia. Hay que acabar con ellas, descuartizar cada parte de sus cuerpos y echarlos a la hoguera ¡Ay Dios¡ No hay perdón para esas bestias del infierno. Y la lluvia cada vez más densa, cada vez más desatinada aprisionaba más y más los ojos descolocados del cura que se enfilaba al pozo. No se conocía, un estado comatoso recorría su mente  enferma, su mente separada de la realidad ¡No¡ ¡No habrá perdón para esas almas de la mala fortuna, de  sanguinarios sentidos ¡ ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ De rodillas cayó al suelo donde el barro y la impertinente lluvia hace de él un amasijo de alma en pena que vaga en el sin orientación. De pronto, el abad asomado a la puerta lo divisa. Por sus pensamientos no discurre nada, enfurecido y energético ante la escena deprimente, calamitosa se dice ¡Pobre diablo¡ Ante la mirada atónita del abad y sin darse cuenta que se acercaba a él se erguió de nuevo. Otra vez sus ojos descoloridos, desorbitados  se cayeron  en ese pozo ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ ¡No¡ ¡No habrá perdón¡…
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Los ecos del curo se escuchaban las siete mujeres de los sietes riscos. No, no había pena. Su dolor era consecuencia de cada castigo aberrante, sangriento de sus ayeres. Su grito escupía cada alma estrangulada en el ayer, cada rajada esencia en el curso de su vida. Lo envolvía una lluvia feroz y ante su final la bruma volvía. En sus ojos se construían espíritus moribundos con sus quejidos. Las siete mujeres de los sietes riscos reían y reían y cuanto más su alegría era más potente más contagiaba al cura de fantasmas del ayer, del hoy. Ellas, no culpaban a los aldeanos en sí. Toda culpa era de él y de sus antecesores. Las siete mujeres de los sietes riscos con la visión de la bruma que hacía de velo para el pueblo bajaron un poco de sus alturas, dejaron sus respectivas  caverna para observar como las cabras descendían por esos siete riscos hasta que la pesada bruma las hacía invisible. Ellas se quedaron en el límite. Bebían de esa agua purificada y de la leche que estas habían dejado en unos cuencos de piedra ¡La naturaleza¡ Compenetradas con ellas , con las siete mujeres de los sietes riscos. Se ayudaban de un gran palo para sus bajadas y subidas. Un palo preparado ante cualquier tormenta en medio de alguna noche de luna al son de los movimientos de una hoguera. Las mujeres de los siete riscos no se encontraban, solo con el canto y sus deseos el efecto de hacer y saber que se encontraban allí. No había caminos para llegar donde ellas estaban y sus pies abrigados con piel de cabra eran los únicos que conocían  a la perfección ese remoto sitio. Durante esa mañana y muchas, tras su canto se sentaban en una roca y silbaban a la brisa. Numerosas especies de pajarillos se arriban a ellas. Sí, a ellas, a las mujeres de los siete riscos. Con ellas conversaba lo que la una quería decir a  la otra, lo que la otra quería decir a una. Respiraban profundamente y el aislamiento al que habían sido sometidas no  lo detectaban en sus rutinas diarias. No, no lo palpaban, la madre tierra les respondía cuando anhelaban algo, la madre tierra de acuerdo con todos los seres de aquel lugar las acogía como circulo de bellos respeto mutuo. Para las siete mujeres de los sietes riscos era una cura, una cura ante todo ese pasado agónico…


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Llega la calma allí en los sietes riscos, allí en la aldea. La lluvia enmascarada por un cielo fielmente celeste perfecto. Una limpieza que hace que todos miran hacía él y arrodillarse ¡Bendito sea Dios¡, se escucha la voz acoplado a un murmullo incesante en la aldea. La niebla invisible ahora hace que todos vivarachos se encadenen a sus rutinas. Las siete mujeres de los siete riscos miran maravilladas por lo agraciada, por el don de esa tierra. Todo verde que en contraste con la bóveda celeste daba un cierto aroma a equilibrio, a paz. Se recogían a las puertas de cada una sus cuevas y desde allí vigilaban el tranquilo océano, el cotidiano andar de la aldea. Un océano cuya calma les hacia respirar a las siete mujeres de los siete risco bienestar, benevolencia. No sabían cuando se verían , pero algún día cuando las normas de la naturaleza les indicará y se encontrarían. Se darían las manos, se abrazarían, se besarían y después el retorno a cada una de sus grutas. Cuevas donde ellas hacían cada una lo que más le gustaba. Comienza una música bella, con sus manos rasgueaba un arpa construido por ella misma ahí, donde la insonoridad y el sonido de las olas era sutil. Un arpa con ojos cerrados danzando la melodía de la buenaventura, de las dulces aves que se posaban a  escucharla. Una música que resonaba en aquellos siete riscos oyéndola aquellas seis mujeres. Ellas quedaban embelesadas con la exquisitez poblando cada uno de sus espíritus.  Y les entraba ganas de bailar, así, al son de la mañana, al son del arco iris bienvenido en aquellos lares. Y bailaban, se dejaban ir en el curso de la música, con su ritmo, con esas notas agraciadas de calma. Unas notas que se alargaban hacían debajo de los riscos y llegaba al pueblo. Algunos la escuchaban, otros no. Solo aquellos que están en discordia con lo que le habían hecho oían la armonía de su arpa y se alegraban porque aun estaba rondando la existencia y, otros lloraban por el aislamiento que estaba sometida. Melodía voladora, impregnada de pétalos de amor para cada uno de los oyentes.


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La jornada continua, las ballenas que escuchan salen a la superficie y con un canto a la vez de gratitud y melancólico callan al arpa. Las siete mujeres de los siete riscos las siente y una de ellas, la que escribe se ve envuelta en las mareas del ayer. Esas mareas en estado tempestuoso que le arrebataron a su amado. Como sumisa a un sueño largo comienza a escribir, comienza a recitar ese pasado arrasado por las corrientes marinas, por un mar de fondo revuelto y mentiroso que se lo llevo.
Te veo
Imagen condicionada por el rumor de las ballenas
Que aquí están.
Llorar y llorar
En el auge de sus cantos penosos
En lo ancho y mortal del oleaje.
Te veo
Vienes a mí,
Lánguido, con los labios atados al adiós.
Adiós al amor.
Adiós a las caricias de tus labios
Adiós al perfume de tu vientre.
Te veo
Vienes a mí,
Con el amargo aliento del tiempo pasado.
Las ballenas azules se callaron ante la triste palabra de esa mujer. Todas,  eran lágrimas por la angustia de sus versos. Y el arpa trato de arreglarlo con una balada danzarina, risueña en aquellos siete riscos. Entonces, la escritora como si de una pesadilla se tratase despertó. Escucho el ritmo feliz y fue olvido de su pesar. Pesares y pesares, las siete mujeres de los siete riscos tenían de alguna manera  un pesar. Un pesar llevado por el viento fuerte de las estaciones que pasaban por sus cuerpos. Un pesar lejano que alguna que otra vez venía pero se iba como portentosa amabilidad y concordia a su hoy. Un pesar que todos llevamos pero que no se delata de manera maliciosa  sino efervescente construcción de nuestros pilares en las singladuras que quedan por vivir. Un pesar de todos los errores de ese ayer de esas siete mujeres de los siete riscos. Sí, ese ayer, por qué también nos equivocamos y a veces en una infinidad de ocasiones. Pero bien, así es la existencia, rectifican, borran y toman el relevo bueno para seguir. Sí, seguir como siete mujeres de los siete riscos en valentía y fortaleza...Y el arpa era caravana de inquietantes sonrisas para todas, reírse solas, por qué no. Todo es saludable en esos siete riscos donde todo a veces es quietud enhebrada por la visión de las sietes mujeres del todo, de la nada…


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¡Márchese¡, calmo le dijo el abad al cura. Su aspecto es lamentable, ha perdido la razón. Por la sangre de Cristo, nuestro Dios, ¡márchese¡ Ya tendremos un diálogo usted y yo cuando su mente se centre, cuando se asee, cuando se limpie de un cavilar enrarecido en lodazales que usted mismo ha creado ¡Márchese¡ ya es hora, no quiero que los monjes lo vean así, no soy capaz de dar respuesta a su estado caótico, destrozado, esto desfavorece a nuestra comunidad. Cúrese primero de pensamientos nefastos y luego conversaremos. Ya pasaré por la iglesia, cuando usted se sirva de la buena voluntad y del atemperar de su sesera. Ahora, ¡márchese¡ se lo ruego. El párroco alzo su cuerpo y con su desastrosa sotana, pálido, mediocre, tambaleándose se fue. Salió confuso del monasterio. El abad lo vigilaba, lo examinaba de lejos y comentó para sí mismo “ Pobre criatura nacida de las infernales patrañas del correr de los siglos. Todavía…sí, todavía estamos atravesados por lanzas deprimentes de juicios falsos, de ideas equivocadas que se han apoderado de su razón. Una razón que ha extendido en cada sermón a sus feligreses” Se aproximó al pozo, ese pozo donde el cura miraba y miraba y se arrodillaba. La lluvia fuerte ya no era presencia, un haz de un sol otoña incidía en sus ojos claros, en su tez madura. Miro dentro y vio reflejada la luz del día, la nitidez de su agua. Con sus manos en forma de cuenco bebió de él, sabía que los monjes desinquietos estaban presenciando el acto. Un acto efímero, un acto de un pequeño instante donde el tomaba la sabiduría de la vida mientras escuchaba el arpa. Sí, el también lo sentía y le daba gusto. La verdad se encontraba en esos siete riscos de las siete mujeres. Un dolor hondo lo embargó. La desdicha de aquellas mujeres, de esas siete mujeres de los siete riscos lo aprisionaba en una impotencia. Bebió más agua de ese pozo mientras meditaba, mientras una pequeña gracia se volcaba a su corazón ¡Qué pasaría por la mente de aquellos monjes en su actitud¡ Se hacía como el despistado, disimulando que a sus espaldas todos lo observaban dudosos del continuar de la jornada.


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Los siete riscos de las siete mujeres, un templo mirando al mar, a la tierra de esas islas perdidas en la inmensidad de un mundo observado por astros a medida del paso del tiempo. Desconocidas montañas que barranco abajo, que barranco arriba respiran lentamente cada instante que concurre en sus raíces. Las siete mujeres, de los siete riscos abogando por la sonoridad de sus deseos, de esos sueños reales que tatúan sus venas. Ellas tendrán que da un giro al desorden de una cultura compulsiva en restos del ayer. Y allí nada cambiaba, todo igual, el mismo paisaje donde rocas estáticas y flora amarilla como escoba o azul como el trajinaste lo impregnaba de una sabiduría rara. Dragos en cada secuela de su piel, agrietado, escarpado, de difícil acceso solo para aquellas siete mujeres de los siete riscos. Dragos abrazados al lugar como hijos de la tierra , con sus raíces bien amarradas aquellos terrenos vacíos de amo. Y las siete mujeres de los siete riscos es a lo único que poseían respecto. Porqué ellos, dragos  cientos de años , las curaban de todo malestar en sus cuerpos, en su sangre. De cada daño causado en su vida casi en la intemperie. Incluso bebiendo de el cuando el agua era escasa, cuando la estación del sol y sequía discurría apresándolas en un calor chillón, terrible. Así eran mujeres, siete mujeres sanas, verticales, escudos a cualquier tormenta viniera de donde viniera. Mujeres que abogaban por dignidad de sus días, esos días enclavados en los siete riscos. Bajaban y subían, subían y bajaban pero nunca rondaban la aldea.  Por la vertiente norte, por la vertiente sur o como según se mire de sus riscos iban hasta donde las olas inmersas en nobleza las atendía para que sus cuerpos desnudos se sumergieran al son de las lunas, de los soles que andaban amenizando las horas en aquella isla. Era curioso pero ese baño era igual para todas ellas, a la hora exacta, en el día exacto. La tentación las sacudidas como hechizo de las olas, de la espuma blanca acariciando la orilla y un jardín de nubes animadas al son de su entereza. Cuerpos que se sumergían, cuerpos que emergían con la danza desigual de las mareas.



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Ah, ya estoy aquí, en mi aldea ¡Ciudadanos¡ Pueblo mía, salid. Salid aquí donde la ejecución será eminente. Tengo que hablaros, contaros. Todo esto tiene que acabar. Las malditas hechiceras con  olor invisible, con una maldición callada nos han llevado a la confusión, a un enfebrecido sudor que nos acorrala ¡Basta¡ Y grito ¡Basta¡ Tenemos que pararlas ¡Detenerlas en su afán de destrucción, del mal¡  Los jardines del infierno borraran sus secuelas. Ah, ¡Ciudadanos¡ amigos míos, las cazaremos como batida de lobas que dan nauseas con sus colmillos . Sí, vosotros no veis sus colmillos pero yo lo sé, sé que los tienen arrebatados de sangre. Quieren acaban con esta aldea y ser ellas resonar del poder ¡Venid¡ ¡Venid a mí¡ No me veis, el insolente insomnio ante las tétricas maldades de estas nos no dejan respirar, nos asfixiaran hasta que nuestra lengua sea arrancada ¡Ciudadanos¡ Pueblo mío, venid. Ir preparando las antorcha para cuando la noche llegue a nosotros y ascenderemos a esos siete riscos al encuentro de esas. Mujeres mundanas, mujeres violentas, mujeres embrujadas en las artes de la magia negra ¡Ciudadanos de este mundo¡ Miradme, mirad como estoy , como están ustedes. El terror mordiente nos azota y hay que acabar con él. Preparad en el centro de la plaza las hogueras para cuando sean cazadas. Qué el rumor pase de unos a otros, todos iremos a esos siete riscos donde Lucifer las oculta. Y así llego el cura a la aldea, cubierto de barro y desolación, con un quejido que hizo que todos se arremolinarán a su derredor. Los más creyentes tiritaban de pánico, aquellos que la fe los cegaba a las palabras de este hombre. Los que no, lamentaban los gritos, estos no querían la muerte de las siete mujeres de los siete riscos. Y seguía , y seguía…preparad todo para la noche sin luna venidera, azadas, cuchillos, espadas, lo más dañino y amenazante que tengáis en mano. Todos pueden ir, incluso los más pequeños para que vean la verdad ¡La verdad de Dios¡ Repetir conmigo ¡La verdad de Dios¡ No, su estado era anormal, su blancura verdina los asustaba, sus gritos desesperado los atormentaba. ¡Muerte ven¡ arrímate a esas malhechoras mujeres y estrangúlalas ¡Sí¡ quemarlas, que no quede rastro de ellas. Por los sietes riscos arrastraremos sus cuerpos de serpiente hasta aquí, hasta esta plaza donde el fuego las espera y solo serán cenizas. Barrer y barrer ese jardín marmóreo de la mala fortuna en el saltar de sus ojos huecos ante las llamas. Así será, Dios mío…así será.


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Emergieron de las aguas infinitas, eternas de aquel océano. Desnudas, en la orilla, las caracolas rezumaba un aviso, una alerta que ellas solemnes escucharon. El canto de las caracolas a la deriva de la tristeza, con una cierta melancolía y dejadez las capturaba en un cierto desconsuelo. “ Y vendrán…y vendrán las tempestades de la mentira y os rasgarán las espaldas, pesadas, livianas hacia una fosa anónima en el paso de la memoria. Y vendrán…y vendrán las llamaradas que arderán en vuestras carnes, en vuestros sentidos. Huid…huid por el amplio monte donde la espesura de las arboledas es oscuridad a quien intente tocaros. Huid..huid mujeres donde lo cierto ambula en vuestros corazones. “  Sintieron la voz del peligro, de la alerta. Inmediatamente el cielo se volvió cenizo, otra vez venía la lluvia. Ellas, las siete mujeres de los siete riscos , miraban esas nubes violentadas por el gris más embustero, por el gris más enfermo como la aldea. Sí, una aldea enferma, diezmada por el correr de los siglos y siglos, estancada en el miedo a un Dios inexistente, solo, devorador en las palabras de un cura atrofiado “ Y vendrán y vendrán los hombres y mujeres de hiel, hienas ensangrentadas del castigo impuesto” Las siete mujeres de los siete riscos abrieron los ojos cuando la lluvia temperamental aguijoneaba sus cuerpos. Las siete mujeres de los siete riscos estiraron sus brazos en forma de cruz y giraron sobre sí mismas. El océano detrás que se había vuelto de repente plomizo, revuelto, violentado por la tronadora ventolera que venía “ Y vendrán y vendrán risco arriba a vuestro encuentro, arrasando el todo, dejando la nada, el vacío ..” Callaron las caracolas y un quejido agónico se desprendió del mar, eran las ballenas en su grito incompresible del por qué, del por qué tanta sangre derramada incoherente, ilegible para ellas. Las siete mujeres de los sietes riscos se detuvieron, con sus manos a ese cielo impertinente, austero se transmitieron sus ideas, pensamientos consecuentes tras aquella llamada a la huida. ..
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Nos ausentaremos en cavernas donde el milagro del olvido nos conquiste, seremos esclavas de la libertad, del alma acogidas por racimos de paz.  Dormiremos hasta que la noche nos avise, una noche de luna huída por las tierras aplastadas por terror. Vendrán con sus antorchas y quemarán estos siete riscos donde nosotras somos aves inquietas con la sensación de la sabiduría. Dormiremos como muertas en el largo sueño otoñal de las esferas de la soledad. Vendrán a por nosotras y la fuga será invisible a esos que nos castigan, que nos calumnias con sus llamas de un infierno inexistente. Las siete mujeres de los siete riscos ascendieron a sus respectivas cuevas, se envolvieron en el sueño oportuno de la mañana, de la espera que el redoblar de las campanas las avisarán para el escape. No, no querían morir aun sin dejar huellas de ellas, deseaban que su rastro fuera ciego solo para aquellos entorpecido, obtuso, obsoleto en la lucha por el bien y el mal de su Dios. No , no se dejarían cazar por aquellos inversos a sus creencias. Dejarían que la verdad la esculpiera el tiempo, un tiempo que recorre cada una de las siete mujeres por igual, cada una con sus conocimientos compartidos por la fragancia del otoño. Umh, el otoño acecha voraz, feroz cada lágrima derramada en el monasterio. Las noticias han llegado y el abad confuso pero vertical lo asume. Todavía en ese pozo donde la lluvia desbaratada cae con sus pedruscos se deja ir en su cavilar. Siempre lo mismo , historia tras historia, este mundo estrecho en sus actos, en sus pensamientos. Siempre lo mismo, la verdad oculta son aguijones que apresa a la mayoría de estos aldeanos. Una verdad oculta que enfermiza febrilmente , contundente al guía espiritual de estas gentes. Pobres gentes consumidas por ideas fallidas. Siempre lo mismo, todo se repite, todo es cíclico, un acto criminal es opresor de la libertad, de lo cierto donde quiera que estemos establecidos. No, no hay paz ni la habrá…CONTINUARÁ

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