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En
el origen central del monasterio miro el pozo. Hacía allí se dirigía sus
pisadas cimbreantes, indecisas inmiscuidas en la celeridad de su razón. Una
razón que asoma a un pozo con agua y la lluvia empezaba y la lluvia vertiginosa
y grosera apaleaba su espaldas, sus ropas. No dejaba mirar el pozo, aguas
turbias desfiguraba su rostro. Se veía con un sudor febril que lo conducía a la
desorientación de sus dictámenes ¡ Tu, Dios ¡ ¡Me hostigas con el dolor de mi pueblo¡ ¡Qué decirles¡
¡Qué decirles, te lo suplico¡ El cura muerto en vida, con el temor de tumbas
sobre sus ojos gritaba y gritaba con una voz temblorosa, atizada por el pánico
y el terror. La aldea se hunde cada estación más y más. Y ahora rozando el
invierno que será de nosotros, los siete riscos donde andan esas malévolas mujeres
nos empujan al desorden, al caos ¡Ay Dios¡ no nos aflijas así. Detenlas,
amarraras en la nada, en las tinieblas de la inexistencia. Hay que acabar con
ellas, descuartizar cada parte de sus cuerpos y echarlos a la hoguera ¡Ay Dios¡
No hay perdón para esas bestias del infierno. Y la lluvia cada vez más densa,
cada vez más desatinada aprisionaba más y más los ojos descolocados del cura
que se enfilaba al pozo. No se conocía, un estado comatoso recorría su mente enferma, su mente separada de la realidad
¡No¡ ¡No habrá perdón para esas almas de la mala fortuna, de sanguinarios sentidos ¡ ¡No¡ ¡No habrá
perdón¡ ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ De rodillas cayó al suelo donde el barro y la
impertinente lluvia hace de él un amasijo de alma en pena que vaga en el sin
orientación. De pronto, el abad asomado a la puerta lo divisa. Por sus
pensamientos no discurre nada, enfurecido y energético ante la escena
deprimente, calamitosa se dice ¡Pobre diablo¡ Ante la mirada atónita del abad y
sin darse cuenta que se acercaba a él se erguió de nuevo. Otra vez sus ojos
descoloridos, desorbitados se cayeron en ese pozo ¡No¡ ¡No habrá perdón¡ ¡No¡ ¡No
habrá perdón¡…
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