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La
noche , la noche. Su llegada es infernal. Todos estaban a las órdenes del
párroco incluso aquellas que no lo creían, el miedo tomaba poder ante alguna represalia,
ante algún duro castigo. Todos se amontonaban en la plaza donde giraba aquella
aldea con las siete cruces preparadas para cuando las encontrarán. El cura se subió
sobre un pedestal y con crucifijo en mano dictó las órdenes. Parecía seguro, un
tanto agresivo, mostrando una cierta serenidad para darle impulso aquellos
habitantes de los siete riscos. Todos
con antorchas, todos con sus utensilios punzantes, amenazantes se tornaron a la
caza en la noche oscura del otoño. Deprisa, deprisa, decía este. Y cada grupo ,
divido en siete fueron hacia esos siete riscos de las siete mujeres. Y las
siete mujeres adivinas de todo movimiento de aquel desbaratado representante de
Cristo huyeron de los siete riscos. Cogieron sus largos palos y de roca en roca
se adentraron en la masa arbórea de la Laurisilva. Helechos gigantes, musgo en cada pisada,
arboles que se ramificaban a ras de la tierra, hojas casi muertas crujiendo en
sus pasos y la nada y el vacío. Imposible de hallarlas en aquel enredo de
árboles milenarios, imposible de avistarlas en la noche absoluta. De repente un pájaro negro voló en cada uno de
aquellos riscos haciendo sombra espectral a esos que querían apresarlas. La superstición decía que si te
encuentras con tal ave caerían desgracias infinitas sobre aquellos ojos que lo
avistan. No, no las encontraron, dieron media vuelta y volvieron a la aldea pausados,
cohibidos, sin palabras. Allí estaba el cura con su sotana despedazada negra. Los
miraba severo, violento, convencido de que otro mal había caído sobre ellos.
Una magia negra que los hacía volver con las manos vacías, con las antorchas
apagadas, con un silencio estremecedor, agujereando sus sentidos. ¡La cobardía se ciñe en vuestras carnes¡
¡Venid aquí si sois valientes¡ ¡Traerme esas antorchas porque las cruces
comenzarán a llamear¡ ¡Yo, hijos de Dios iré a buscarlas¡ ¡Venid aquí si sois
valientes¡ La noche no es eterna y tenemos que hallarlas, ellas son la
maldición, la muerte fehaciente de este lugar. Y aun así ¿tenéis miedo? ¡No¡
Sus cenizas las repartiremos en ese mar que nos rodeas para que las abriguen el
abismo, la putrefacción ¡Dadme ya un cuchillo¡ La luz no la necesito. Con mi
olfato las encontraré y las traeré con el cuello rebanado hasta estos fuegos.
No, no os necesito. Pero quien se considere lo suficientemente recto en su fe a
Dios que venga conmigo ¡Ya es la partida¡ Todos agacharon la cabeza. El
partió en su soledad, con la venganza puesta en sus sienes sudorosas. No miraba
para atrás, le daba igual que vinieran o no. Iba a por ellas, por cada una esas
siete mujeres de los siete riscos. En sus pisoteadas iba declamando un rezo, un
orar en voz alta que a todos los mecían un crítico pavor. Se preguntaban
dudosos qué hacer, qué hacer. Cruenta
mors est infernum, repetía sin cesar. Y sin parar su paso tomo la celeridad del rayo.
Los aldeanos levantaron la cabeza y lo escuchaban y algunos lo siguieron...
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