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Y todo era temblor,
tanto , que los árboles emanados en la misma aldea desprendían sus raíces de la
honda tierra y caía, tanto, que las hojas desparramadas a ras del suelo
agonizaban en un llanto de sangre. Los rostros
se paralizaban y estáticos miraban al cielo. Un cielo inmutable, sereno, con el
los filigranas solares deslumbrados los ojos abiertos de terror de las gentes
de ese pueblo. Se abría la superficie pero nadie caía muerto en sus fosas, solo
el temblor. La culpa los espantaba, los
escandalizaban. No se movían sino dejaba que la mañana dejara como de costumbre
de estremecer sus tullidas seseras. Sí, la culpa. Se sentían pecadores ante la
iglesia, ese gran iglesia construida en medio de esa especie de ciudad. Cuando
acababa, todos, con la celeridad de sus almas adulteradas iban a ella. A esa
iglesia de siglos donde seguro que con sus rezos de rodillas los salvaría un
día más. Entonces, por una de sus columnas salía el cura, el sabedor de todos
los hechos y tempestuoso declamaba una oración. “ Por la fe de Dios, nuestro
dios, nuestro padre nos reunimos aquí como verdad de la purificación. El os
perdona, os salva de cada pecado cometido mientras sigáis con la promesa de profesar
sus reglas, sus palabras ¡oh Díos¡ perdona a estas personas , personas que
algún mal han cometido y por ello perdónalos ¡Alabanza al señor¡ nuestro Dios. Ya
podéis ir tranquilos, la calma viene con el perdón ¡Alabanza al señor¡ Todos con
la cabeza gacha murmurando la oración “ Alabanza
al señor, que nos pernode. Cual mía …culpa mía”. Cada cual iba a sus
labores, esos quehaceres propios como si
no hubiera pasado nada, como si ese perdón los aliviara por esa jornada de una
aldea destinada en una isla en medio de los océanos, rodeada por los sietes
ricos de las siete mujeres...
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