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Los
siete riscos cuando eran amenizados por la corriente del alba tomaban la tonada
de la madre tierra, de esa siete mujeres presas en la soledad y el callar. Amanecía
con la tonada de un otoño soleado que incidía en una de las cuevas a medida que
tiempo recorría el horizonte eterno. Ellas, llevadas por el despertar esbozaban
cierto grito en medio de aquel virgen espacio. Las sietes se acercaban a la
entrada de la cueva y cerraban cada una mientras el movimiento del sol las
seguía los ojos. Elevaban los brazos como ola que viene y las llevan a una
respiración profunda en medio de rocas laváticas de miles de años. Ellas, las
siete mujeres , no se conocían , solo, el aliento gélido de la mañana llevaba
cada una de sus voces, sus siete voces a la otra. Por ello no se sentían solas
en ese templo natural del silencio. Solo, salpicado por algún ave a la caza de
su presa. Luego, se miraban sus manos, en ellas giraban todo el placer humano,
de sus sentidos destinado al aislamiento pero con la confluencia de la
naturaleza. Abrían los ojos, los catorce ojos paulatinamente y con el ritmo del
astro rey y examinaban todo lo que tenían a sus alrededores. Hondas, profundas
se sentían satisfechas, cada una en su risco. Riscos que marcaba el paso de
horas a medida que ellas cantaban la canción del abandono, del desahucio de la
aldea donde habían nacido, crecido con las vertientes negativas para otros. Ellas,
las siete mujeres de los siete ricos se hallaban en la plenitud, eran felices. Aunque
el otoño apriete el crepúsculo del día las atizabas de una alegría inmensa. Una
alegría ausente en las mentes escalabraras de la aldea, la enorme aldea. Y el
canto empezó cronometrado por la naturaleza, cada una anunciaba en ese chillido desmesurado sus deseos, sus
propósitos. …
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