En las profundidades, donde los rayos solares se ocultan navegaba ella
entre caballitos de mar. Sus ojos oscilaban en el secreto que estos guardaban.
Ellos, libres, movidos por las mareas a lugares dispares. Ella, bien, se sentía
en un mundo, en una atmósfera de lo común. Ellos la llevarían al misterio y en
su mirada descubriría lo que ellos guardaban. No se lo diría nadie para que la
especie no desapareciera como tantas otras. Se lo agarraría en una parte de su
reconditez hasta
hallar la persona idónea del secreto. Llegaron a una cueva submarina, al principio
temerosa y luego segura se introdujo. Y allí vio lo que tenía que ver. En un rincón amplio no
había agua. Se sorprendió al ver seres extraños o no tantos ahí. Seres que
creían muertos en el suceso de los ahogamientos por naufragios. En ese lugar inexistente
para la razón humana había una existencia, sin embargo, por lo oscuro de la
gruta sus ojos eran blancos. Tan blancos que la luz que desprendía la
distorsionaban, la hacían perderse en sí misma, la echaban, como si ella no
perteneciera a ese fragmento de vida todavía rondando en el planeta tierra y
más exactas en sus profundidades. Tan blancos que ya la tumba no sacudía a sus
almas huídas. Tan blancos que la pureza de sus movimientos la maravillaba. Tan
blancos en bondad que de su asombro y encanto no despertaba. Dio media vuelta y
buceando se marchó, por un momento miró atrás y tanto los caballitos como la
gruta desapareció en lo hondo del océano. Llego a la superficie y a lo lejos
avistó un cayuco y detrás delfines en la danza de la muerte. Cerró los ojos por
un instante y cuando los abrió la nada. No sabía bien que sentimiento expresar
si dolor o preocupación. Lo que no cabe duda que esos tragados por el malestar
del oleaje encontraran un lugar, allí, donde los caballitos marinos son
guardianes de los mares. En la orilla, todavía con el crepúsculo de la mañana,
el vacío alborotaba la playa. Cogió sus cosas y de nuevo miró atrás, un
horizonte plagado de cierta melancolía la recorría con sus malvas y naranjas
tonalidades. La tristeza la embargó y por unos instantes se sentó frente a las
olas. Sí, las olas, donde rompe con las negras rocas magmáticas. Olió la lluvia
que venía, una tristeza la atizaba pero el secreto de los caballitos de mar no
podía saberse. Ella se retorcía por momentos y luego cuando prendió la marcha a
su casa un cierto sabor a alegría de vida la iba rejuveneciendo en sus pasos
torpes.
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