El crepúsculo esboza cierta sonrisa que hace que los cuerpos
en vertical anden por la urbe. Cuerpos de miradas anónimas caminando a sus
destinos. Ella, se levanta e inmediatamente mira la cama que tiene al lado.
Ahí, su niña. Su niña pequeña. Le besa la frente con todo su cariño, con todo
su amor. Busca el resto de un ayer, un ayer en la que no existió. Ella y su
niña, su niña estática, inmóvil en el tiempo. El verano daba a su fin, un sudor
palpitante se pegaba a sus espaldas y ella y su niña quieta. La coge en sus
brazos y se pone ante la ventana. Le enseña donde vive. Para que no pierdas mi
amor, le dice. Le habla de la vida con un monólogo que sobrepasa el vertiginoso
pasadizo de la nada. Sí, la nada, de ella. Simplemente le narra historia tras
historia detrás de aquellas paredes. La niña ni se inmuta. Ella al principio
pena pero luego toma aire y en su lenta respiración sigue contando. Acuérdate
hija de todo lo que cuento, este aire que respiramos puede ser bueno en primera
presencia pero luego…luego los monstruos de la oscuridad saciarán tu verdad con
velos de púas. Acuérdate hija de ser estudiosa, lectora de múltiples maneras ,
ello, te dará el suficiente conocimiento para abrirte a este extraño mundo. Y
así seguía a lo largo de la jornada, hasta que los luceros del nocturno
avanzaban para mecer la luna, la luna blanca, hermosa. Ella cogía a su niña y
la posaba sobre la cama y la observaba, inamovible, de movimientos paralizados.
Su memoria se retorcía de impotencia, sus sentidos se desvanecían en incomprensión.
Aun así, era su niña, su niña muerta, su niña muñeca.
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