Perdida en la plenitud de un boscaje con sombras de algunos
rayos solares intentando penetrarlo hasta su húmeda tierra. Distraída en la
belleza de esos instantes me arrime a un pequeño arroyuelo que todavía quedaba
de las lluvias. Bebí de él. Un sabor inexpresable, ininteligible para aquellos
que no se han arrodillado en la madre tierra, maltratada, asustada por la
multitud de escombros, sobre ella, arrimados. Pero allí la pureza de la laurisilva hacia un
hueco en el ayer, en un ayer de milenario. Yo, solitaria, me levante, extendí
mis brazos y tuve la visión de yeguas trotantes por las inmediaciones. Solas,
vírgenes de las ataduras. Sentía sus pisadas, me aproximé a ellas. En coro,
alrededor de una laguna danzaban a los relinchos de la libertad. En cierta
manera comprendía. En cierta manera entendía su estado. Despacito me fui desnudando.
Despacito me fui acercando. Despacito me entregue a esa manada de yeguas que
seguían en la rutina de la danza en derredor del lago. Las imité, me dejaron.
Cuando la tarde llegó, la oscuridad venía con su dejadez, con su emoción, con
su sudor. Ellas se retiraron, se fueron a no sé dónde. Yo me quede alrededor
del lago, seguía con aquella danza cautivadora, embriagadora del repaso de mi
existencia. En el centro del lago de repente una llama se alzó, una llama que
iluminó todo mi cuerpo, todos mis sentidos. Y comprendí, comprendo la dicha de
la libertad por unos momentos que serán eviternos, comprendo la belleza de mis
manos que arrastrados cadenas a lo largo de los años. Ahora, entregada a mis criterios, al dulce aroma de
mis pasos, al emocionante ritmo de las horas.
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