La casa vacía. Cada estancia murmurando el olor de un cuerpo
que va y viene en el curso de las horas. Cubre sus ojos con algún deseo, con
algunas ganas de conversar cuando la llovizna tintinea en las ventanas. La casa
vacía. Su desnudez se transforma en alas muertas donde el crepúsculo del día la
hace hibernación eviterna. Mira sus paredes, blancas…muy blancas con el perfume
de su huella. Ella ya no tiembla, es consciente de los versos enhebrados en la
nada, de un anciano piano que la llena en la lucidez del vacío. La casa vacía. Almas
flotantes interrogando qué contrato ha obrado con la existencia. La casa vacía.
Ella, sumergida en los huecos de sus ojos, presos de la desgana, de la
ausencia. Se ríe en su callar, en sus
adentros e hila un sueño. Sueños enderezados en los vientos nortes cuando se
asoma para observar la lluvia impertinente. La casa vacía. Una gata que corre
incesantemente y la extrañeza de la vida, de sus singladuras por la oscuridad.
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