Están quietos en el zumbido de una bala que desangra sus
corazones. La belleza de la tierra se opone ante los gemidos del silencio. Un
niño y una madre. Un niño y un padre. Un niño y un anciano. Un niño y una
mano. Grotescas consecuencias de un aire
enrarecido a ras de sus ojos, abiertos, blancos. La batalla viene con su denso
y perpetuo caparazón de metrallas que llaman a la desidia, a la languidez de un
pueblo. Fatigado deja de gritar, deja de orar a los miles de dioses que rajan
la humanidad. Quietos…muy quietos. Las ventiscas de la paz no brotan de sus
entrañas dolidas, heridas, muertas. Y viene por un instante el silencio, será
realidad ¡no¡ ¡no¡ es el brutal desenlace del hoy. Somos testigos del genocidio
y no entiendo el por qué, no llego aclararme cuanto un niño y su llanto, un
niño y su callar, un niño y su dolor, un niño y su mano sangrienta roza el
abismo. Quietos…muy quietos, anclados en tierras polvorientas de un estruendo
atroz por las ganzuadas garras sanguinarias y endemoniadas de la bestia. Ahí
viene con su estupidez, con su ignorancia, con su indiferencia trazando
cuchillas afiladas en sus rostros. Se
cierran los párpados ausentes al desastre y meditan, abocan a la derrota de la
humanidad como existencia.
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