Meditaba. Sí, se pasaba el día meditando a ras de unos ojos
que observaban el ritmo del oleaje. Un oleaje calmo en las primeras horas de la
mañana, un oleaje fuerte cuando subía la marea. Y qué piensa, me decía. Estática,
hermética, estatua de lágrimas y pesadez
miraba el fondo de su yo. Un yo narrador constante de las virulentas guerras en
el lado oscuro de esta tierra. Ella,
pisa firme ya cansada. Un estado consternado y doliente donde las alas para
brincar en el más allá de su frontera se desvanecida. En su mente la nada, el
sabor amargo girando en torno a hogueras apagadas. Su contemplación sin embargo
la orientaba en pacíficos deseos aunque no lo expresaba. Silenciosa se deja ir.
Así, meditando, con el agarre de una jornada siempre igual. Así, meditando,
desintegrándose a medida que tiempo ¡ay el tiempo¡ la rodeaba con sus dudas e
incertidumbres. Le daba lo mismo. De
vuelta a casa, bajo su techo. Ahora se moviliza sin hacer ruido pero con pasos
cansados, extasiado de su encuentro con la reconditez de sus entrañas se
cierra. El nocturno le hacía un hueco con sus ojos pendientes de una luna que
tal vez le diera alguna respuesta. Pero
eso lo cuestionaba. No había nada, no había nadie cuando en la madrugada en su
cama de sábanas de rayas rojas, azules, verdes y el gélido aliento de sus sueños, ya apagados,
ya reposando.
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