Recuerdo aquella noche. Sí, había quedado con Joan para dejar
un trabajo en la oficina…tarde, muy tarde. Era costumbre en la empresa que
trabajábamos realizar labores en la oscuridad del nocturno para el día
siguiente. Cerré la puerta de mi casa
precisando su buena clausura ante cualquier malhechor pudiera entrar. Entonces vivía
en una casa terrera con jardín…sí, con jardín.
Saqué el coche del garaje y con el invierno con sus alfileres danzantes
sobre el asfalto y mi auto me dirigí a la empresa. Joan siempre era puntual y
yo también. Llegué torpe por el granizar a la puerta donde se aloja su techo, el,
me estaba esperando húmedo en la acera. Recto, estático, con los bucles de su
cabello decaído por el tiempo, con su nariz corva exhalando vapor. Se subió al
coche. Buenas noches Anne, me dijo y un
beso en la mejilla corrió por sus tersos labios. Éramos como hermanos se podría
decir. Por qué no. La sangre no determina el agrado y el cariño hacia las
personas. Continuamos por una larga
carretera sin farolas hasta el periódico, estaba a las afueras de la ciudad
donde el exuberante olor a monte era penetrante. Llegamos. Dos o tres luces
encendidas como siempre a esas horas, las suficientes para un trabajo a esas
horas. Nos abrió la puerta Bartolomeu,
el guardián ¡Ay bartolomeu¡ escurridizo, atento, sin palabras pero con los
pensamientos fijos en la reconditez de cada persona. No dijo nada y pasamos. Lo
encontré algo disgustados pero no le di importancia. Cuando entramos en la oficina
nuestro director estaba de un humor de perros, irascible, desafiante. “ A ver
que es estos”, me arrancó los papeles de
la mano sin pedir permiso. Con su mirada
desorbitada los miró y luego dijo que nos largásemos a ambos. Un muro de hielo
se interpuso entre nuestro jefe y nosotros. Hundidos nos fuimos, nadando en un
cavilar que nos hacia un interrogatorio aplastante del por qué, del por qué de
ese cambio. Y de nuevo el volante, de nuevo
el girar y el girar por la serpenteante carretera. Esa noche nos parecía infinita,
gélida, hermética. De repente una imagen se interpuso en nuestro camino. Una
imagen extraña para las horas que eran ¿Quién sería? Mientras esa masa humana se
aproximaba la fuimos reconociendo. A casa paso su estatura aumentaba, se ensanchaba. Joan me dijo con un fuerte
cimbrar de su voz que arrancará. No podía, la figura se parecía a bartolomeu
pero demacrado, distorsionado, desastrado. El miedo me invadió con sus
colmillos y no lograba poner el coche en marcha, estaba paralizada, ida. De
repente el coche comenzó a dar vueltas sobre sí mismo. Perdimos la noción del
tiempo, es como si hubiéramos penetrado en un túnel de remolinos. Una fuerza
rara nos hacía girar y girar . No teníamos conciencia de lo que estaba
sucediendo. Cuando se detuvo y
visionamos lo de afuera el temor de manera vertiginosa creció. No reconocíamos
el lugar, como si nos hubiésemos trasladado a un bosque milenario. La carretera no existía, no podíamos
arrancar. Solo el humeante aroma de la humedad, de hojas podridas, de unos
pasos que de nuevo se aproximaban. Nos quedamos en el coche, mi reloj marcaba
que ya era hora de despertar, que el sol tenía que haber nacido. Todo negro en
la profundidad de una noche alargada en el miedo. Joan me dio la mano y me miró
y salimos del automóvil. Un aguacero nos persuadió de los ruidos de aquel
boscaje. Caminamos y caminamos como si estuviéramos en un cementerio. La nada
hacía acto de presencia. Bartolomeu había desaparecido como nosotros en otro
mundo, en otra dimensión ajena a la cotidianidad. Solo las horas estáticas nos diría
donde estábamos. Perdidos, indecisos, desorientados. La sed nos vino y nos
vimos arrodillados en uno de los arroyuelos que atravesaba esa espesura
indefinible, interminable. Caminamos y caminamos
por ese paraje huido de la destrucción, de la devastación de las garras
humanas. Entonces, escuchamos un grito. Un grito a una voz familiar.
Bartolomeu. Nos estremecimos, un cierto sudor nos asfixiaba y fuimos de nuevo al encuentro del coche. Nos
metimos dentro. Se acercaba como bestia
dolida, herida. El auto otra vez comenzó a girar y girar sobre sí mismo. Cuando
se detuvo nos encontramos en la carretera. Ya era de día y un sol trepidante y
fiero atizaba nuestros ojos cansados. Llegamos a mi casa, pasamos, nos sentamos
cada uno en un sillón tapizado de flores amarillas. Nos miramos, tristes,
apesadumbrados, agarrados en el despido. Sí, recuerdo perfectamente aquella
mañana. Una mañana de donde brotó un nuevo sueño, un nuevo empecinamiento tras
lo sucedido. No he vuelto más a ver a Bartolomeu ¿Qué será de él? Y qué motivó
en nuestras vidas, este cambio.
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