Sin más arremetió contra la mesa. Esa mesa de dibujos
imperfectos ahora estaba vacía. Se sentó, se desabrochó el cuello de la camisa
y suspiro. Tantas estaciones de lunas rotas por el quehacer vago de las horas.
Todo estaba perdido, eso pensaba él. Hoy no silbaría cuando los pajarillos retozaran
en su balcón de geranios mal heridos por una vejez presente. Pero su alma aun
inhalaba el aliento de aquella juventud ida. Salió de su casa dejando la puerta
abierta. Si abierta para que aquellos garabatos de años desaparecieran en el
conjuro de la luna. El bullicio de gente en la calle era demoledor para sus sentidos
pero había algo, sí, algo…la música de otros lugares tomaba un escenario amplio
de la vida, de lo que queda por hacer. Se detuvo y un cierto remordimiento lo
atizaba
para que retornara…si, volver a esa vieja casa de puerta abierta. Entró, todo
estaba en su sitio. El olvido es quejumbre que nos deshereda del aire que se
respira. Solo, cansado se fue a la mesa y se sentó. De nuevo se desabrochó el
cuello de la camina y el comienzo
de su última obra. Sus manos temblorosas lo llevaban a un pincel y la oscuridad
de sus ojos a tonalidades grisáceas. Ya está bien, se dijo. Se dio la vuelta y
visualizó
una maleta, una maleta heredada de no sabe quién. Llevaba ahí años y años,
tantos que su superficie estaba todo agrietada. Ya no hay tiempo, se dijo.
Metió sus últimos dibujos en ella y se fue dejando la puerta abierta. Miro la
luna, una luna llorona, ausente a sus pisadas entre los viandantes. Otra vez
escuchó el concierto, otra vez se detuvo. Abrió la maletas y ojos de
buitres se aproximaron mientras el caía, caía en la nada.
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