Un encuentro tras el espejo de un alma que en su reboso
despierta sensatez por un lado y una nube oscuro por otro. El quiere acariciar esa sombra negra que la acosa,
que la persigue en cada pensamiento, en cada sensación cuando se sienta frente…si,
frente a ese espejo. Le pregunta que tal estás y ella calla. Se recoge en sus
piernas y hunde su rostro entre las rodillas. El no sabe si llora o se resigna.
Solo que ese espejo sigue ahí, frente a ella. Le ofrece su mano, su mano bruta
tras los vendavales de la vida, tras la lucha por una nueva luz que lo alce
hasta ella. Ella, tan lejana…tan ausente. Se calma y la deja en su silencio, en
ese andar por sus entrañas con el latido perpetuo del ayer. Ya se le pasará, se
dice. Lo cotidiano se vuelve a veces áspero, usurero del respirar del hoy. Se
va, se marcha con hombros caídos por las calles vacías de una noche húmeda,
pesada. Ella levanta la cabeza, una lágrima ya ida cae al suelo. Mira y mira,
le da la espalda el espejo y ante sus ojos una pequeña ciudad donde impera
grises techos y la ida de él. Se yergue, abre la ventana y grita su nombre. El
se da la vuelta. Ojos que toman contacto con el dulce aroma de la amistad, de
un amor sincero. El vuelve, a medida que sus pasos se aproximan a la casa va
desapareciendo. Cuando llega a la puerta ya no es, solo, eco de la sensatez,
del presente.
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