Los cuerpos huyen como si el demonio los quisiera
tragar. La peste de las llamaradas han
llegado al monte. Un monte donde la pinocha hace que se encrudezca
más y más. Vacas, cabras, gallinas, perros pintados de un negro muerte, tiesos,
estáticos ante el miedo impredecible del error humano. Esto no se acaba,
desesperados, lamiendo el ahogamiento la fuga se hace mortal. Y sigue y sigue
ese veneno alentado por un viento calcinando puertas, techos. Sus estragos
aberrantes penetran por cualquier orificio. No, no hay escapatoria. Cenizas
y un quejido agónico comanda esta tierra. Oraciones, rosarios, dioses abarcan el grito
enramado en los presentes. Un grito de llanto, del penar ahora por largo años
¡El monte arde¡ y ahí viene el potente dios de la lluvia…¿qué hacías escondido?
Se pregunta los desparramados en el dolor, en el miedo. Almas sumisa en un
ruego, en un sudor del inframundo agotando sus fuerzas, su ánimo ante los
colmillos de un hedor insoportable. Sobre sus memorias vagará perpetuamente
este sufrimiento, este alocado fuego que no responde a sus súplicas ¡detente¡ Y
llueve, y el ser humano auxilia a quien puede, a cada esperanza
de vida para el continuar del mañana.
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