Avanzamos ante el todo
del bello reino natural, imponente. Lo ausentamos de nosotras y volvemos a la
rutina de la ciudad, una pequeña ciudad. Nubes pesadas la amparan en su
amplitud, lloverá. Estoy inmiscuida en el cavilar, dale que dale en el futuro.
No sé por qué me estanco, qué importa lo que será lo venidero. Solo estamos a
un paso de ataúdes flotantes en nichos sucios. He de ser vertical, cara a cara
con hoy. Veo en la distancia la costa, estamos próximas. Una costa agrandándose
a medida que nuestras piernas cansadas beben de estos palmerales acostados a
los lados del barranco con destino al océano. Nos sale una anciana con pañuelo negro al
paso, la anciana de la cabaña que habita este solitario y mágico lugar. Se
escucha alguna cabra. Sus manos arrugadas y laboriosas en el andar de los años
y la vejez nos detienen. Nos invita a café, un café suculento en las antiguas
formas de hacerlo. Su choza es humilde y muy pobre pero se le ve motivada, feliz
con sus animales y la soledad. Dice ser curandera, sanadora de todos los males
que se van incrustando en nuestros pasos por la existencia. Comprende de la
prisa que llevamos y nos da una especie de amuleto con aroma de azahar. Nos
vamos, ella mira como nos evaporamos de sus gastados ojos. Un halo de beldad se cuelga de nosotras, es
como si esa mujer de arcaicos rituales nos hubiese bendecido con su sabiduría,
con un hechizo mezclado con algunas gotas de reverder nuestros corazones.
Llueve, nuestro deslizar por estas piedras se hace cuidadoso. Nos vamos a uno
de los flancos del barranco, por si acaso. Medito en estos momentos en esa mujer del
mundo, del fértil viaje de su vida. Sola, silenciosa, animada por unas
criaturas que le hacen compañía. Alguna que otra vez abriendo las puertas de su
espíritu para aquellos que necesitan ser santiguadas para el bien de su salud,
de su destino. Viajas creencias que hoy
en día siguen y siguen. Ella, buena mujer envejecida por el diluir de los años.
Qué será cuando no se pueda valer, me pregunto.
Huelo el amuleto con aroma azahar y una niebla pintoresca de antaño me
invade. Me la imagino surcando el culto de sus antepasados que están ahora en
ella. Tendremos que venir más a menudo, le digo a Laum. Ella afirma mis
palabras. No sé, ese aislamiento que nosotras observamos y ella no visualiza. Qué
la enfermedad no caiga en ella y siga nutriéndose del sol, de la luna, de los
dioses y hierbas que ella considera privilegio de la buenaventura y muchos. Creo que ese día no la veremos,
solo sus animales le harán compañía para velarla una luz de no sé donde vendrá
a recogerla para llevársela, llevársela donde todos tenemos que ir. Aprisa se
da la lluvia, cada vez más potente. Llegaremos al mar. Sí, al mar por este
lugar y con nosotras un pequeño arroyuelo en su cauce...
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