El bosque. Se adentra, se incrusta en sus entrañas como
fuerza atrayente de sus sentidos. Allá va, sola, con su larga melena cobriza al
encuentro de su yo, de la estática sentencia cuyo aliento la embadurne de
solaz, de calma. El bosque. Su deseo, piedras bajo sus piernas, algún que otro tropezó
con un árbol dañado por el viento. Pero, ella, sigue…sigue en la rutina que
pronuncia sus profundidades. Lejos, muy lejos…donde nadie puede llegar. Se
cruza los brazos, se arrodilla y en el insomne silencio de su aliento grita “
Aquí estoy como hija de esta tierra, como hoguera prendida por el resonar de
tambores distantes en la reconditez de los astros. Aquí estoy, entregándome,
abandonándome en el susurrar de tu respirar: lento, herido, albergado de
cicatrices perdurables en el final de los tiempos”. El bosque. Se levanta,
sigue caminando hasta llegar a esa cueva donde sus ancestros oraban a la
fertilidad, la fecundidad de los campos, de la humanidad. Parece renacer, se
acurruca. Esa cueva se estrecha más y más hasta que ella media dormida, media
despierta comienza la danza de las fogatas invernales. Se va. El bosque. De
nuevo entre raíces sobresalientes y largos árboles se encuentra. Mira hacia
arriba y la noche avanza, algún que otra ave nocturna pasa a ras de su cabeza,
de sus manos, de sus pies. Y gira otra vez “ Aquí estoy desheredada de los
campos azules, ahora, todo rueda en el sentido del alquitrán, del cemento, de
un verde gris donde yo solo eco de los gemidos de la madre tierra. Una flauta
viene de lejos, algo queda. Sí, algo de nuestros antiguos pobladores. Aquellos
cuya unión con la naturaleza era pura, era honesta”. El bosque. Ahora se va,
incursiona aquello que le desagrada, que aborrece, el asfalto de una
civilización vil, ida. Retorna donde sus ojos se volverán blancos a cada mirada,
donde sus manos se infiltrarán del chubasco de las máscaras.
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